MÚSICA PARA DOS EXTRAÑOS

Por Lida Prypchan

Dedico este artículo a Fredy Luis Carambola quien, después de escuchar las canciones
“La Noche de Anoche” y “Al Día Siguiente”, salió a tomarse un café y más nunca volvió.

Cuando se conocieron ya era medianoche. Allí sentados, dejaban pasar los minutos, taciturnos, en el tímido hielo. Los minutos transcurrían y la incomodidad aumentaba. Llegó el último minuto y, casi sin hablar, se despidieron. Qué mujer tan rara, fue lo que pensó en aquel instante Aristóbulo. Qué hombre tan tímido, fue lo que pensó Elisa al despedirlo con la mirada.

En otra oportunidad o casualidad, como la llamaría Aristóbulo (si es que existen esos acontecimientos que llamamos casualidades), se encontraron en una fiesta en casa de Elisa. Ella estaba tan sonriente y tan deseosa de comenzar una conversación. Parecía otra persona, esta vez había obviado la antipatía que tuvo cuando por primera vez se vieron, pensó él. En sus ojos se notaba un acercamiento, una reconciliación sin motivo; luego se encontraron caminando hacia un mismo sitio.

De repente, Elisa le dijo que iría con él hasta el fin del mundo. Lo que ella no sabía era que realmente irían hasta el fin del mundo y quizá un poco más allá. A partir de este momento, las casualidades dejaron de presentarse. Los dos actuaban con premeditación y alevosía

Elisa era, debido a la excitación, la que se imponía a su nuevo y extraño amigo Aristóbulo, y ella era demasiado astuta para no usar su seducción; él por su parte era demasiado listo y demasiado hábil como para ser tan accesible. Uno de los medios de seducción más eficaces es la invitación a la lucha, pensaba Elisa. Una de las mejores respuestas a este tipo de invitación era no aceptarla, pensaba Aristóbulo.

Pero ella no escatimaba el uso de un ventilador para sus fines. Así, un día, invitó a su amigo, le sirvió un trago y al sentarse Elisa encendió el ventilador, mientras Aristóbulo observaba, en el aire, la tela del vestido y un poco más entre sus piernas. Sin embargo, nada lograba sacar de sus casillas a su invitado.

En otra ocasión, portando medias de nylon grises, en el carro comenzó a arreglar el ruedo de su falda. Lo que luego pasó, nadie lo sabe. Lo cierto fue que esta relación pasó por varias etapas: la pasional, la espiritual, la vengativa, la estacionaria, la existencial, la intelectual, la cinematográfica, la teatral, y así muchas más.

En una ocasión se encontraban en una etapa bastante difícil: la llamaban la etapa dubitativa. Según Aristóbulo, habían llegado a ese estado de malas relaciones por exceso de palabras, explicaciones y peleas. Era la maldita posesión que lo sofocaba y lo llevaba a imponer su dominio sobre Elisa. Eran sus celos hacia todo lo que a Elisa se acercara. Y ella, aunque no lo reconocía, era presa de estos dos demonios también.

Decidieron separarse. El tiempo se detuvo para los dos. Sin embargo, las casualidades se empezaron a presentar. Se encontraron en la calle y se fueron hasta la habitación de ella. Ambos callaban incómodos, como al momento de conocerse; ya las palabras no podían ser usadas, conocían sus limitaciones.

Elisa se había comprado una rocola, de la que se disparaban las mil y una canciones, apropiadas para derretir cualquier voluntad por más endurecida que estuviese. (Al día siguiente yo me sentía extraño, me dolía el cuerpo, los ojos y los labios… yo te sentía en mí y hasta te oía hablando, te oía repetir promesas que olvidamos… que me quedó de ti, que no pude olvidarte, que me quedó de amar si amar no hace daño…) (Y así callados, como que se cometían menos errores. Así no se podía destruir lo que sentíamos)  (Yo no comprendía lo que se sentía en tu mundo raro…) (La noche de anoche… pero qué noche la de la noche… tantas cosas de momento sucedieron que me confundieron) (La puerta se cerró detrás de ti y nunca más volviste a aparecer… y así detrás de ti se fue mi amor…).

A veces bailaban y sus manos solas hacían el amor. Y mirándose, sin hablar las cosas, parecían volver al lugar de antes, época en que aún existía espontaneidad, una pizca de libertad de expresión y acción, y a ella le encantaba “El Beso”, “La Resbalosa”, y otras canciones. Elisa parecía más contenta. Era un amor extraño, de dos seres extraños que se habían unido extrañándose para llenar de extrañeza esa relación extraña.

¿Por dónde deambulan ahora? Es lo que yo me pregunto. Quizá se encuentran en un extraño y recóndito país, hablándose con canciones y criticándose con ejemplos de las novelas que leen.

E invariablemente seguía la canción: Al día siguiente yo me sentía extraño, me dolía el cuerpo, los ojos y los labios… qué me quedó de ti que no pude olvidarte… que me quedó de amar si amar no hace daño…

LO BUSCAN AFUERA

Por Lida Prypchan

“Esa prisa por vivir no es más que prisa por morir”.
Judica Cordiglia

– Lo buscan afuera, señor R.— anunció la secretaria.

– ¿Quién me busca?— preguntó el señor R.

– Dice llamarse señor La Mort — respondió ella.

– No conozco a nadie con ese nombre, ¿El Sr. La Mort dijo el motivo de su visita? — preguntó el señor R.

– Si, dice que tiene un asunto pendiente con usted, también aclaró que usted no lo conoce, pero que ha oído hablar de él, añadió la secretaria.

– Pues dígale al señor La Mort que en efecto no lo conozco, y que no sólo no he oído hablar de él, sino que tampoco tenemos asuntos pendientes en común — sentenció el señor R.

La secretaría retornó a su puesto de trabajo, y regresó a la oficina del Sr. R. pocos minutos después.

– Señor R., el señor La Mort insiste en que usted debe recibirlo, que ha venido desde muy lejos para tratar algo de importancia capital e impostergable — comentó ella.

– Señorita, dígale por favor al señor La Mort que se vaya al demonio, que estoy ocupado; es más dígale que se vaya de buen modo o lo mando a sacar a patadas de la oficina — dijo furioso el señor R.

Ella salió, portando el nuevo mensaje al visitante, quien comenzaba a aparentar premura. Nuevamente ingresó en la oficina un par de minutos después.

– Señor R., el señor La Mort dice que si no habla con él hoy lo tendrá que hacer algún otro día, que fue enviado desde Francia para tratar un asunto que le concierne de vida o muerte y que lo perseguirá hasta tanto pueda conversar con usted.

–  Está bien, dígale que pase — contestó el señor R.

– Buenas días, señor R.— dijo ceremoniosamente el señor La Mort mientras ingresaba en la oficina.

-Dejemos de lado los protocolos, dígame a lo que viene y rápido — respondió el señor R.

– En realidad usted no me ha dado la importancia y el respeto que me merezco porque mi nombre se lo he dicho en francés, pero traducido a su idioma significa La Muerte, en otras palabras, yo soy el señor La Muerte— el señor La Mort alzó la cabeza y sonrió con presunción.

– Señor La Mort, soy una persona madura cansada de escuchar delirios de loco, además en caso de que usted fuera la muerte, me cuesta entender porqué fue enviado desde Francia, cuando podrían enviarme a algún representante de una sucursal que tenga la muerte en mi país — mencionó el señor R.

– En efecto, aquí en su país existen representantes, pero sucede que los casos de maldad sofisticada solemos resolverlos los representantes más calificados — agregó el señor La Mort.

– No me considero un caso de maldad sofisticada, cumplo con todas las normas que se le exigen a un buen ciudadano de la sociedad — dijo el señor R.

– Precisamente ahí está la sofisticación de su maldad: a primera vista, es usted un sujeto honorable y poderoso que lleva una vida paralela bastante peligrosa, supongo que su leit motiv es el poder y, eso le ha llevado a hacerle desgraciada la vida a muchas personas, su egoísmo no ha tenido límite, incluso ha perjudicado a su familia, ha maltratado mentalmente a su esposa y a sus hijos, que sí se dan cuenta de quién es usted — continuó el señor La Mort.

– Las cosas no han sido como usted piensa señor La Mort. No pretenda ahora hacerme creer que mi esposa y mis hijos son unas víctimas. Además usted debe saber que a las mujeres les gusta sufrir y, lamentablemente, en esta vida o haces sufrir a otros o ellos te hacen sufrir a ti; esa fue la enseñanza que de joven me dejó el sufrimiento.

Por supuesto, no puedo mostrarme como soy – nadie lo hace -, de alguna manera todos somos hipócritas, todos somos cómplices de la podredumbre, permítame decirle que me parece injusto que me haya escogido para pagar los errores de la sociedad, ella misma me ha enseñado que siendo bueno y puro no llegaría a ningún lado, me pisotearían los malvados a su antojo y, a estas alturas, eso sí que no lo permitiría — explicó el señor R.

– Está usted equivocado, pero le aseguro que no voy a hacer ningún esfuerzo por cambiar su punto de vista. En realidad usted no lograría entenderme, pero permítame dejarle esta reflexión: “El hombre común piensa que el bien en pequeña medida no tiene valor alguno y por tanto deja de hacerlo; también piensa que pequeños pecados no dañan y por tanto no se aleja de la costumbre de cometerlos; así sus pecados se acumulan hasta que ya no es posible encubrirlos y su culpa se torna tan grande que ya no es posible disolverla”.

Esta frase señor R., no tiene que ver con la religión, la inclusión del término pecado se refiere a las acciones egoístas que van en perjuicio de otros, a veces también significa ignorancia porque, por ignorancia de las leyes de la naturaleza, puede un hombre arremeter contra los derechos de otro, apuntó el señor La Mort y continuó. Me enviaron para que le acompañe en todo momento, vigile sus acciones y le haga sufrir su ignorancia.

Su muerte está programada para dentro de diez años, lapso en el cual yo debo encargarme de hacerle expiar su culpa, de lo contrario, de no aceptar usted mi grata compañía, le puedo entregar un catálogo de muertes horribles para que escoja la que prefiera, son casi todas muertes lentas y bastante dolorosas. Con esta exposición finalizó el señor La Mort.

– No soportaría su compañía durante tanto tiempo, su sola presencia me recuerda todo el daño que he ocasionado. Deme el catálogo, prefiero elegir una muerte lenta pero corta y penosa; así la tortura será asunto de unos cuantos días, pero no de años — decidió el señor R.

EL ÚLTIMO EXPONENTE

Por Lida Prypchan

“Tu pueblo no bebe, se emborracha”
A.O.

Para el evento, habían sido invitados científicos y médicos de todas las especialidades. Se reunían con el propósito de tratar temas de relevancia social.

Dedicaron un día completo al problema del alcoholismo. Se dictaron interesantes conferencias acerca de los aspectos sociales del alcoholismo, se realizaron mesas redondas en las que se discutió sobre la creación de un comité de enlace formado por un presidente, un vicepresidente, un secretario y un subsecretario, quienes se encargarían de interponer demandas contra los medios de comunicación para que no aceptaran espacios publicitarios de bebidas alcohólicas. Los miembros del comité de enlace provenían del primero o del segundo mundo, pero no del tercer mundo, eso pude observar.

Después de la sesión de trabajos principales y mesas redondas, se inició la sesión de trabajos libres. Llamaban a un cierto doctor R., pero el doctor R. no respondía, así que imprevistamente se levantó un hombre de pequeñas proporciones y, apresurado, se encaminó hacia el escenario. Apoyó su mano sobre la mesa, tomó el micrófono, miró fijamente al público y dijo: “He venido a esta reunión con un objetivo muy definido.

Créanme, no me ha sido fácil llegar hasta aquí ya que, durante dos años, tuve que ahorrar y el resto de los incidentes prefiero no contárselos; me refiero a otras dificultades que tuve que superar, como la envidia de mis colegas, que me trajo como consecuencia no sólo una notable pérdida de peso, sino también de tamaño.

Vengo de una ciudad pequeña o por lo menos a mis ojos es muy pequeña, casi diminuta, en otras palabras, es un pueblo. La ciudad es muy bella, yo diría mágica, y posee una característica muy peculiar: todo aquel que allí vive no sale de ella casi nunca, y cuando lo hace, apenas han transcurridos unos cuantos minutos cuando ya está de regreso. La ciudad tiene una avenida que es larga, muy larga, yo diría infinita; en esta avenida infinita de cada cuatro locales, uno es un bar.

Otro detalle, es que aunque sus habitantes se quejan de estar pasando períodos de crisis, en los bares, de lunes a domingo, no se encuentran asientos libres y entonces tiene uno que encaramarse en la barra. Afortunadamente, los habitantes son muy simpáticos y amigables, es fácil sentirse en ambiente, claro que también es posible que de cuando en cuando, si uno le pregunta la hora a un simple transeúnte, éste responda con un gruñido, un ladrido o algún sonido animaloide no identificable por el sistema auditivo de un ser humano.

Cuando llegué a la ciudad, quise entrar en ambiente y visité un bar, recuerdo que al entrar vi a un señor que más tarde supe que se llamaba el señor E. y con él estaban otros señores, todos bastante parecidos entre sí. Él y sus ocho amigos parecían tener una conversación muy importante y a la vez misteriosa, pues hablaban en un tono de voz muy bajo. Contento, me fui y me metí en una fiesta de gala en un club, allí noté una gran sociabilidad. Los hombres estaban en un rincón y las mujeres en otro.

A lo largo de los años, he asistido a otras fiestas y,  he tomado en otros bares de la ciudad y he observado exactamente lo mismo. Allá la gente no tiene alternativas, no se promueven actividades culturales, no se promueven eventos deportivos, no les queda otro remedio que beber.

El propósito de mi exposición es preguntarles si ustedes consideran que, hasta cierto punto, es justificable y comprensible el culto al alcohol que existe en mi ciudad. Sometieron el caso a votación y la decisión fue unánime: Sí, el culto al alcohol era justificable y comprensible en su ciudad.

Durante la votación, algunos de los asistentes lloraron, se acercaron al doctor R. y le presentaron su más sentida condolencia por el drama que vivía su ciudad. Cuando partió le edificaron una estatua en homenaje a su sufrimiento, a su estatura y la llamaron: “El Último Exponente”.

EL MONO ENJAULADO

Por Lida Prypchan

A dos cuadras de mi casa queda un zoológico. Todos los domingos, mis hermanos, mis primos, mis padres, algún otro familiar que esté de visita y yo, nos vamos al zoológico. A fin de cuentas, no tenemos otra cosa que hacer aparte de  vernos las caras los unos a los otros y preferimos ir a ver las caras de los animales que allí viven. Todos los seres humanos – me refiero a los rostros de los seres humanos – muy frecuentemente, tienen un gran parecido con las caras de los animales, pero como ésto no viene al caso, mejor vámonos al zoológico.

Era domingo y como de costumbre decidimos ir a ver animales. Cerca de nosotros estaba un niño que, al ver un caballo le dijo a su madre: ¿viste mami? se parece a papá,  y en efecto luego, cuando arribó su padre, nos pudimos percatar que tenía cara de caballo. Nos reímos y celebramos entre nosotros la agudeza mental del pequeño, coincidimos que era un experto en fisonomías.

Nos asombramos aún más, cuando al llegar a la jaula del mono, el niño templó la falda de su madre y señalando a nuestro vecino dijo: – Igualito al señor -, la madre avergonzada, le peló los ojos y agarrándolo por la mano se lo llevó para reprenderlo. ¡Pobre niño! pensé yo,  posee el gran defecto de la sinceridad que tantos problemas ocasiona a quien lo padece.

Nos detuvimos largo rato en la jaula del mono y yo deseaba irme, era tan parecido a nuestro vecino que todos estábamos incómodos porque, inevitablemente, uno veía al mono e instintivamente volteaba a mirar al vecino; él mismo tuvo que percatarse, pero ese mono era especial, su comportamiento no era el de un mono común y corriente, era el de un ser humano reflexivo, de grandes ideales.

En este sentido, no se parecía a nuestro vecino, quien por lo regular tenía un comportamiento imitativo e irracional. Casi dos horas estuvimos frente al mono, y tanto nos interesó que pedimos hablar con el dueño del zoológico para que nos diera más detalles sobre el animal.

En la conversación que mantuvimos con el dueño del lugar, pudimos obtener una preciosa o interesante información sobre el animal. El simio era de origen chino, era el padre de una numerosa prole y estaba felizmente casado. Era de un mundo superior, lo cual podría ser explicado por el hecho de ser hijo del jefe de una inmensa tribu, en otras palabras, su padre fue un revolucionario y esto lo heredó su hijo.

Cuando su padre murió, lo encargaron de dirigir la tribu y se desempeñaba bien, lo conocían por su idealismo, su tendencia a vivir fuera de la realidad, buscando un mundo mejor, implementando continuas mejoras materiales y espirituales para su tribu. Posteriormente se convirtió en un dictador, pero un dictador cálido y condescendiente, comprensivo y con mucha calidad humana, perdonaba los errores de sus súbditos y, continuamente procuraba integrarlos en su programa de perfeccionamiento.

Una noche decidió poner por escrito lo que él consideraba su misión en la vida, he aquí lo que escribió esa noche:

“Antes de construir la sociedad, hay que comenzar construyéndose a sí mismo. Las imperfecciones que vemos en el edificio social, son nuestras propias imperfecciones. No se puede pretender prestar servicios para que los demás sean más felices, sin antes haber alcanzado nuestro propio estado de beatitud.

Uno no debe proyectar sus ideas hacia abajo, hay que proyectarlas hacia arriba, con el fin de conectarlas al receptáculo cósmico. Entonces, se experimentará un estado de iluminación y merced a él se podrá ver que los problemas concretos de la sociedad son debidos a carencias en el interior de los individuos.

Cuando se comprenda esto, uno no se prestará para resolver un problema que volverá a presentarse, generado por el mismo defecto individual que lo hizo posible la primera vez, sino que ayudará a los individuos a colmar estas brechas interiores, pero lo hará impersonalmente”.

Como puede verse, el señor Mono era un gran revolucionario, intentó cambiar los defectos de sus congéneres y un día – el menos pensado – fue apresado y encerrado en la jaula de un zoológico cualquiera, de una ciudad cualquiera, en un país cualquiera y allí, frente a aquél espécimen, yo sentía vergüenza al mirarlo a los ojos porque sus ojos eran profundos y tristes y parecían preguntar: ¿por qué me encerraron si yo era útil, yo era un transformador, mis intenciones eran puras y nobles, si yo quería lo mejor para mi tribu?

Pero precisamente por esto lo encerraron, porque a la sociedad no le gustan los revolucionarios, se resiste, se resiste y se resiste a ver la verdad, a cambiar, se resiste a las transformaciones.

DIAS FELICES

Por Lida Prypchan

Le había llegado el momento de la sabiduría al señor H., después de tanto esperar llevando adelante una vida de recluso, insípida y sin sentido. Pudo comprender el sentir de su esposa, la acertada decisión de no gastar la energía antes de tiempo y lo más importante, entendió que hay un momento en el cual el hombre sabe quién es, es decir, hay un momento en que puede ver su destino con claridad.

No hay lugar a dudas; antes de ese momento crucial, hay una intuición que encamina instintivamente las acciones, pero jamás se asemeja a la claridad, a la inmensa luz que aporta el instante de la revelación.

Ante semejante situación se encontraba nuestro personaje – el señor H. – demasiado contento para poder creer que había sido merecedor de conocer su verdad mucho antes de morir. Sucede que, en el instante de morir muchas personas conocen el sentido de su vida.

Muy triste es la circunstancia de aquellos que mueren sin saber a qué han venido, aunque pensándolo mejor, quizás más doloroso debe ser experimentar la revelación sólo en el instante del definitivo adiós.

El señor H. estaba feliz y a sus cincuenta y cinco años, recordaba su infancia marcada por la ausencia de seres queridos, por la desprotección, por los múltiples caminos que tuvo que recorrer solo y que tanta huella dejaron en el resto de las etapas de su vida; recordaba su adolescencia refugiada en la música y la lectura, buscando alegrías ajenas y escritas porque aquello que lo rodeaba no eran alegrías, o eran alegrías cuyo fondo era doloroso, como dolorosas y agrietadas eran las calles de su infancia y su adolescencia.

Durante su juventud soñaba con vivir en tierras extrañas. En las tierras extrañas los hombres también sufrían. En aquella época él se mostraba como en las fotografías: feliz, sonriendo, un rato leía, otro estudiaba música, siempre viviendo en soledad que no sentía, cómo podía hacer comparaciones si nunca había vivido en compañía.

Para escribir sus canciones tuvo mil empleos insignificantes; empleos sin color estaban disponibles para los ociosos y hambrientos jóvenes como él. Después de más de veinticinco años estudiando, cantando a solas, mostrando sus creaciones, recibiendo negativas, trabajando en cualquier cosa, un día sábado, encontró un trabajo importante por cierto, que aceptó y como nunca había mostrado su talento, éste se encontraba concentrado en su ser.

Esa primera noche fue maravillosa, durante su actuación cantó bellas canciones, todas lentas porque lenta es la tristeza, lento había sido el dolor a lo largo de su vida, lentas eran las canciones, pero muy sentidas, y su melodiosa voz recorría los mil rincones del amplio recinto y parecía entrar en el alma de cada uno de sus oyentes, podía sentir su dolor concentrado transformándose en ternura y la sala se fue llenando.

En un recinto en el cual nunca se había presenciado tanta conmoción, había alegría; el alborozo que llega sin preparativos. Todo lo que nunca pudo cantar el señor H. en sus largos años de entrenamiento y fracaso, lo cantó esa noche y sus ojos no podían llorar, sólo se empañaban con la melancolía.

Así transcurrieron varias noches – casi cinco noches – en las que pudo compartir su soledad con la soledad de los restantes hombres del mundo hasta que en la quinta noche, no acostumbrado a tanta alegría junta, el señor H. murió con una sonrisa en los labios, los ojos vidriosos de júbilo mezclado con tristeza, mientras tarareaba una de sus canciones preferidas: “Días felices”.

DETRÁS DE LA PUERTA

Por Lida Prypchan

(Sobre la película “Detrás de la Puerta” dirigida por Liliana Cavani)

Bárbara no se despertó para hablar de su miedo a las puertas y éstas le depararon dos sorpresas: una que le costó el divorcio y otra que le costó la vida; un conductor del sueño hacia la muerte y de su hija hacia el diablo. La primera vez, encontró a su esposo en la cama con otro, no precisamente tejiendo; la segunda, a su segundo esposo Enrico haciendo el amor con su hija Nina, de 15 años, quien ya a los trece había sido seducida por éste, creyéndolo su padrastro y siendo en realidad su padre.

Lo más siniestro del asunto es que, a Bárbara no solamente las puertas le jugaron malas tretas, su misma hija, a quien consideraba su rival, la envenenó, simulando un suicidio y manipuló a su abuela, logrando culpar y encarcelar a Enrico, para que fuera nada más para ella. También logró encerrar a su abuela en la habitación para siempre. Igual de premeditado era su oficio: cobraba porcentajes a los prostíbulos por atraer clientes al lugar y, ese dinero Enrico lo entregaba a los guardias para que la espiaran.

Un joven estadounidense se interpone entre ellos, huyendo con Nina a Italia, donde se casan, hasta que un buen día Enrico aparece en Italia y Nina termina marchándose de regreso a Marruecos con él (que es donde transcurre la mayor parte de la trama) y, lugar que además personifica maravillosamente el sentir de Enrico y Nina. En efecto, mejor no pudo ser la escogencia del lugar para esta relación pasional y sadomasoquista.

Marruecos con sus enigmáticos silencios, que sólo ceden al placer y al dinero, con sus misteriosos ojos que persiguen por las calles, que seducen hasta la complicidad unas veces, hasta la perversión otras, para tristemente terminar siendo gélidos e inescrutables ¡cómo me recuerda la fascinación que sentía al leer “El Cuarteto de Alejandría”!

Desde el primero hasta el último momento Cavani  logra mantener la atención, la tensión y, en cierta forma, la desesperación del espectador pues, a cada paso se van encontrando piezas que faltaban para ir armando el rompecabezas.

Es innegable que esta producción transmite lecciones. Una de ellas es sobre la fuerza de la costumbre. Otra se refiere al amor como sistema carcelario cuando no se puede dominar al monstruo de la posesividad.

Albert Camus, escritor nacido en Argelia – que limita al oeste con Marruecos -, se refirió en varias ocasiones a la fuerza de la costumbre en “El Extranjero”. Nina, de hecho, no pudo rehacer su vida, pues esta había quedado marcada por el tipo de vida que llevó con Enrico, ya se habían acostumbrado a herirse y luego amarse, a intentar suicidios para mejor manipularse, lo cual en conclusión era su manera de mantener viva su relación. Idénticamente, Enrico se acostumbró a esperarla en la cárcel y hacerle escenas trágicas de celos. La abuela tampoco pudo escapar a la costumbre, pues efectivamente se acostumbró a vivir irremediablemente en una misma habitación.

El amor (más bien la posesión) como sistema carcelario, se expresa en todas las exigencias que se hacen “en nombre del amor”, hasta convertir la relación en una prisión en la que sólo ingresan dos personas, porque sólo hay cupo para dos. En el caso  de Nina, ella logró con su maquiavelismo encerrar a Enrico para, de esta manera, sentirse segura de su amor. En otras ocasiones algunas personas convierten su hogar en una cárcel; también existen personas que simbolizan las prisiones.

La tercera lección se refiere a la necesidad de cuidarse al andar y ser oportuno al abrir puertas o mirar detrás de ellas; se deberían respetar las puertas y a veces hasta sería mejor no abrirlas.

Enrico y Nina estaban más allá del bien y del mal, debatiéndose entre la demencia y la locura, atados por mil secretos y una pasión desenfrenada que no respetó ni madre, ni abuela, ni leyes, ni nexos.

Lo cierto es que situaciones como ésta y aún más complicadas pueden suceder, pues la imaginación no llega a superar la realidad. ¡Cosas más inverosímiles se ven en esta selva de cemento!

CONDENADO A LA FELICIDAD

Por Lida Prypchan

Algunas doctrinas filosóficas dicen que la vida es sufrimiento. Otras dicen, que entre alegrías y desdichas transcurre la vida. Éstos filósofos al profundizar en sus creencias han dicho que se extraen más enseñanzas del dolor que de la alegría. Corroboran los egipcios esta creencia al decir que el sufrimiento purifica el alma, nos hace más empáticos y comprensivos frente a los padecimientos de otros, lo cual significa que nos hace mejores como seres humanos. No se puede comprender lo que no se ha sufrido.

Hay seres, sin embargo, que salen fuera de este patrón. Me refiero al Sr. H. Él no es dueño de su destino. Al resto se nos presenta la incógnita de escoger entre dos caminos cuyas consecuencias son opuestas; al Sr. H. no le pasa eso. Él no es dueño de sí mismo, él es prisionero de su destino; ni las circunstancias ni su voluntad podrían cambiarlo.

Pero es tan afortunado que nació con la objetividad, y gracias a ella se pudo dar cuenta que no debía mover un dedo para cambiar ni sus circunstancias ni su destino y que debía en cambio instalarse cómodamente y consumir su vida con felicidad. El precio de esta felicidad era la mediocridad, y esto también lo sabía y lo aceptaba. ¿Para qué querría la superioridad, si para él esta mediocridad lo hacía sentirse cómodo consigo mismo y con su destino?

Se dice, que la vida sería aburrida sin sufrimientos, lo cual es falso.

¿Por qué habría de ser aburrida?  Existen más sufrimientos de los que deberían y es por nuestra imperfecta concepción de la vida. No aprende uno a tiempo a jerarquizar entre lo digno de atención y lo que no lo es. Cuando esta característica trasciende lo individual, colectivamente es peor porque los hombres no se conforman con sufrir, sino que arrastran a otros, así de importantes se creen.

De esta forma, resulta absurdo mortificarse por lo que el resto de la humanidad cree sobre uno;  la reputación es un invento social para controlar nuestro comportamiento, para hacernos hipócritas, ¿cómo puede uno basar sus acciones, en la concepción que otros tengan de ellas?  Cumplir con fulano y más tarde con zutano ¿y cuándo cumpliremos con nosotros mismos, cuando nos estén enterrando?

La historia está llena de alusiones sobre este tema. En sus páginas se ve, cómo innumerables individuos perdían sus vidas para que los tomaran en cuenta, abandonaban a la familia, traicionaban a sus amigos, ¿para qué? Para que los tomaran en cuenta, para que la página  de un libro dijera que habían existido.

GEORGIA O’KEEFFE PARTE II

Por Lida Prypchan

¿Habla el arte visual sobre su creador, revelando aspectos de la personalidad del artista en sus obras? ¿O habla la obra acerca de su sujeto, del paisaje en la forma en que se despliega en el horizonte – en una obra pictórica, por ejemplo – a determinada hora del día con una iluminación en particular?

Georgia O’Keeffe, insistía en que sus pinturas no se referían a ella, sino que eran representaciones de lo que veía y que el observador no debía interpretarlas como si tuvieran un significado más profundo. “Los artistas pierden tiempo tratando de hacer que los observadores vean algo, de complacerlos estéticamente”, decía. “Ni siquiera entiendo por qué nos preocupamos por lo que otros piensan de lo que hacemos -realmente no importa quiénes son ellos, ¿acaso no es suficiente simplemente expresarse uno mismo?”, le comentó a una amiga en una carta.

Por ejemplo, muchas personas pensaron que sus pinturas de flores tenían una connotación sexual, de lo cual O’Keeffe se reía. “He conseguido convencerles para que se tomen su tiempo y miren lo que yo he visto, y cuando se tomaron el tiempo para ver realmente mi flor, atribuyen sus propias ideas sobre flores a mi flor y escriben sobre mi flor como si yo pensara y viera lo que ellos piensan de esa flor y reconocen en ella, pero ese no es mi caso”, dijo ella.

Un proceso natural, como partes de animales desvaneciéndose en el polvo, era para ella formas e iluminación en el momento. Ella quería lo que veía, y recordaba lo que experimentaba cuando lo veía: “Los huesos blanqueados por el sol eran más maravillosos aún recortados contra el azul, ese azul que siempre estará allí como lo está ahora después de que toda la destrucción de los hombres haya terminado”, dijo una vez.

Inicialmente los trabajos de O’Keeffe fueron el resultado del aprendizaje y las tareas realizadas cuando estaba estudiando en los programas de arte. Se dio cuenta de que no quería formarse como una artista tradicional, sino tomar forma a medida que se movía en su mundo. “Yo me decía: tengo cosas en la cabeza que nada tienen que ver con lo que me han enseñado, formas e ideas que me son tan familiares, que responden tanto a mi forma de vivir y de pensar, que no se me ha ocurrido plasmarlas. Me decidí a empezar de nuevo, a olvidar lo que me habían enseñado y a aceptar como cierta mi propia visión de las cosas (…) Estaba sola, totalmente libre, sólo trabajaba para mí misma, era todavía desconocida y no necesitaba agradar a nadie, sólo a mí misma. (…)”.

Cuando O’Keeffe vivió en la ciudad, pintó cuadros que mostraban el horizonte como arquitectura y las líneas y las sombras de los rascacielos. No pintó personas, únicamente productos de personas y los lugares en donde se encuentran. Su trabajo era detallado y específico.

Cuando se fue a vivir a Nuevo México, sus paisajes se volvieron bastante coloridos y con una mezcla de cultura: iglesias, cruces, muñecas nativas y adobe. Su obra era detallada y específica, no era abstracta. Explicó que ella mezclaba el fondo, el primer plano, el pasado y el futuro. Sus pensamientos, cuando los compartía, parecían fluir hacia adelante, hacia atrás y alrededor de sus temas.

Una vez explicó uno de los muchos cuadros famosos de flores blancas: “La gran flor blanca con el interior dorado muestra algo de lo que quiero decir sobre el tema del blanco; aquí, el blanco tiene un significado totalmente diferente para mí que antes. Si es a la flor o al color al que le corresponde la mayor importancia, eso no lo sé. Sólo sé que, si he pintado la flor tan grande, es para comunicar la experiencia que ha surgido de mi contacto con la flor; ¿y qué es mi experiencia con la flor sino una experiencia con el color? (…) El color es una de las cosas maravillosas que para mí hacen de la vida algo valioso, y como ahora reflexiono sobre la pintura, me esfuerzo en crear con el color un equivalente para el mundo, para la vida tal como yo la veo.

Aprendió a conducir en Nuevo México, adquirió un vehículo y exploró su entorno, lo cual le dio una visión más amplia del lugar en donde más se sentía como en casa. “Ustedes saben que nunca me siento en casa en el Este, como me siento aquí y, sintiéndome finalmente en el lugar correcto, siento nuevamente que soy yo misma y esto me gusta…Afuera de la gran ventana, los campos de alfalfa color verde oscuro; luego el arbusto de artemisa y más allá la montaña más perfecta; me hace sentir como si estuviera volando;  y no me importa en qué se convierte el arte”.

Empezó a volar a otros países, y pintó lo que vio en esas tierras lejanas que mucha gente nunca vería sino a través de su “lente”. O’Keeffe, pintó hasta que ya no podía ver más. Muy pocas veces concedió entrevistas o habló en público, pero sí escribió cartas y compartió su punto de vista cuando quería ser escuchada. Finalmente, eran sus pinturas lo que ella quería que hablaran por ella, comentó: “Me doy cuenta de que puedo decir cosas con colores y formas, que no podría decir de otra manera, cosas para las que no tenía palabras”.

GEORGIA O’KEEFFE PARTE I

Por Lida Prypchan

Georgia O’Keeffe es mejor conocida por sus representaciones del sudoeste de Estados Unidos, particularmente por el color y la textura del paisaje y la forma de vida en Nuevo México. Sus cuadros de flores, son los más controversiales ya que hay quienes los interpretan como reflexiones acerca de la sexualidad de la mujer, aunque O’Keeffe ha negado que tuviera intención alguna de pintar más allá de lo que simplemente observaba en las flores mismas.

O’Keeffe, tuvo sus primeros contactos con el mundo artístico a raíz de su relación con un reconocido fotógrafo y comerciante de arte, Alfred Stieglitz, cuya galería exhibió sus primeras obras; inicialmente sólo unos carboncillos que uno de los amigos de ella le mandó al galerista.

En 1917, Stieglitz, hizo su primera exhibición de la obra de O’Keeffe y ella hizo su primer viaje a Nuevo México, el cual se convirtió en el verdadero amor a lo largo de su vida. Stieglitz y O’Keeffe contrajeron matrimonio en 1924, después de cinco años, durante los cuales se escribieron cartas. Ella tenía 36 años, mujer bien educada, bastante independiente y obstinada;  y él tenía 59, se había divorciado hacía poco y tenía una hija con necesidades especiales. Se decía, que él estaba fascinado con la personalidad de O’Keeffe, convirtiéndola en una figura pública, a pesar de que ella hizo pocas apariciones en público.

Stieglitz, exhibió continuamente el de arte O’Keeffe en sus galerías, haciendo de ella un pilar de su éxito en el mundo del arte moderno. En 1932, a la edad de 45 años, O’Keeffe fue hospitalizada y trasladada a Bermuda, por lo que en esos días se caracterizaba como un “colapso nervioso” o más formalmente, “psiconeurosis”.

Después de estar hospitalizada y no pintar durante más de un año, reanudó su carrera pero con mayor énfasis en las imágenes que recopilaba en sus viajes a Nuevo México, que eran cada vez más frecuentes y extensos. Existen especulaciones acerca de los sufrimientos de O’Keeffe y el resultante tratamiento de salud mental.

Las dos posibles explicaciones sobre el origen de la crisis: 1) la imposibilidad de cumplir con la fecha de entrega de un mural que era para adornar el Radio City Hall en la Ciudad de Nueva York – un incumplimiento costoso – y, 2) Steiglitz, que continuaba casado con ella, mantenía una aventura amorosa con una mujer –  casada también – mucho más joven que ellos dos, la cual duró más de una década y finalizó únicamente cuando él murió (Dorothy Norman, escasamente alcanzaba a ser una persona adulta, y era 18 años menor que O’Keeffe cuando se convirtió en la nueva fascinación de Steiglitz).

Muchas de las fotos que Steiglizt tomaba eran desnudos y, causaron sensación en el mundo del arte cuando se exhibieron en una exposición retrospectiva de su trabajo en 1921. “Me tomó fotos hasta enloquecerme”, se ha citado a O’Keeffe.  Él vio muy poco a Georgia entre 1932 y 1935. Estaba consciente de que su hija Kitty, con una enfermedad mental crónica (tan sólo siete años mayor que Norman),  y Georgia podrían comparar sus experiencias con él, ya que él dejó a su esposa y su hija por O’Keeffe. “A veces me siento como un asesino”, comentó Stieglitz en una entrevista. “Primero Kitty y ahora Georgia”. O’Keeffe y Stieglitz intercambiaron 25.000 documentos entre 1915 y 1946.

Después de la muerte de Stieglitz, O’Keeffe se encargó de manejar sus bienes, se mudó a Nuevo México y empezó a hacer las exposiciones de sus obras de arte, contribuyó con dos biografías y, se volvió personalmente más visible a medida que pasaba el tiempo.

En 1940, O’Keeffe, era el tema de un artículo especial de Vogue que incluía fotos tomadas por Cecil Beaton. Ansel Adams, Todd Webb y Arnold Newman también la fotografiaron, trabajo que originó una imagen mucho más amplia de O’Keeffe a la inicialmente presentada por Stieglitz de manera exclusiva. En 1971, O’Keeffe, perdió casi todo el sentido de la vista, aunque continuó trabajando con y sin ayuda, con diferentes técnicas hasta 1984. O’Keeffe murió a la edad de 98 años, después que el Presidente Ronald Reagan le hiciera entrega de la Medalla de las Artes, y el Presidente Gerald Ford de la Medalla de la Libertad.

UN METRO CUADRADO DE INTIMIDAD

Por Lida Prypchan

Los potenciales compradores recorrieron calles y avenidas, escudriñaron esquinas, con una sola idea en mente: resolver su problema habitacional. Finalmente, la señora D., su esposo y su pequeño hijo, cansados, decidieron detenerse en un pequeño conjunto residencial a dar la pelea, reclamar justicia o, en última instancia, pedir misericordia.

El agente encargado gustosamente les mostró los apartamentos en venta y las magníficas facilidades que la compañía ofrece de pago en cómodas, aunque costosas cuotas, durante treinta años. Posterior a la grata entrevista, la señora D. toma la palabra y le expone al señor agente encargado su aflicción, o más bien emoción que ella llama “desesperación habitacional” y, minutos después, para darle color a la conversación en tono dramático, le dice al vendedor: señor Agente, yo, una humilde habitante del universo, sólo reclamo un metro cuadrado de intimidad.

Con expresión inmutable, la observa el agente inmobiliario encargado de la venta y le dice que comprende, pero que nada puede hacer para ayudarla, aunque si alguna sugerencia cabe, le aconseja escribir una carta a los dueños del edificio para reconsideración de su caso. Contenta porque la tuvieron en cuenta, se fue la señora D. con su esposo (un hombre silencioso, que aprendió a acatar los magníficos resultados del dramatismo de su mujer) y su pequeño hijo ­— un chiquillo también silente que no conoce de triquiñuelas, pero con semejantes maestros pronto aprenderá.

A continuación les presento la misiva redactada por la señora D., bajo la supervisión silenciosa y prácticamente nula de su amado esposo:

Admirados Propietarios del Conjunto Residencial Piedra Negra:

Sólo deseo robar unos minutos a sus cansados ojos, para exponerles mi situación habitacional. Haré una pequeña síntesis de mi vida, para que luego puedan comprender la magnitud del actual problema habitacional que mi familia y yo padecemos.

Comenzaré diciéndoles que siempre he vivido en casas pequeñas, sobre todo teniendo en cuenta que éramos catorce hermanos. Por lo regular eran casas de una sola habitación, indistinguible del comedor; en esa sola y pequeña habitación convivíamos y nuestros colchones estaban como nosotros esparcidos a lo largo del cuchitril, pero allí también cohabitábamos con la lavadora, la secadora, la mesa de planchar – cuyas patas no se podían doblar a causa del óxido -, la máquina de coser de mi madre, la máquina de escribir de uno de mis hermanos – que era periodista y se encargaba de recoger noticias sangrientas para las páginas amarillas de los diarios -, los libros de la familia que por cierto eran innumerables, ya que debo reconocer que comíamos poco pero leíamos mucho debido a que nuestro padre cultivó en nosotros lo que en casa llamábamos “sed de conocimientos”.

Si tienen ustedes un poco de intuición y algo de inteligencia, podrán hacerse una idea de lo que era la vida de familia en nuestra casa. Dormíamos unos sobre otros y por carencia de comedor, a veces poníamos el plato de comida sobre la cabeza de algún hermano para poder comer. Primero, comía mi padre y lo que él iba dejando lo repartía primero a los varones y luego a las mujeres, de último comía mi madre.

Mi padre era sobrepasado de peso, mis hermanos rellenos y, mis hermanas, mi madre y yo desnutridas, pero afortunadamente somos mujeres y no se espera mucho de las mujeres ya que por lo regular se considera que no proporcionan nada genial. No sé aún qué es mejor: si ser un tonto relleno o un tonto desnutrido: ahora que lo pienso mejor, creo que es mejor lo segundo, porque el tonto relleno no tiene excusas, el tonto relleno engordó sus neuronas y las echó a dormir en lugar de exprimirlas.

De esta idea sale mi tesis que dice que: el rendimiento neuronal y, por ende, la capacidad intelectual son inversamente proporcionales a la cantidad de alimento que reciben las neuronas; esto explica porqué ningún obeso es un genio.

Mi problema habitacional, como podrán ver, comienza desde mi nacimiento. A los 18 años, me enamoré de mi primer esposo, pero me enamoré más de la idea de irme de mi casa. Es indudable que no lo pensé bien, porque si lo hubiera pensado bien, no me hubiera casado, pero para salvarme podría argumentar el raquítico estado de mis neuronas.

Me casé y antes de casarme no me percaté que me casaba con un individuo paranoico y amante de los espacios pequeños y la vida aislada, entonces no sólo terminé en una casa pequeña, sino también aislada con el interno temor de la llegada de los ladrones. Para prevenirnos de la llegada de los ladrones, pusimos rejas por todos lados, a nuestro pequeño hijo le construimos una cuna con rejas, construimos un garaje portátil de rejas, metimos mis prendas y el dinero en el banco.

Con el paso de los años, fuimos llevando todo al banco: los muebles, el comedor, la consola, la nevera, el DVD, la pulidora, la batidora, hasta que finalmente mi esposo cayó en un estado tan angustioso que decidió meterme a mí también en la caja fuerte de la entidad bancaria. Me dijo: aquí estarás segura.

Después de unos días, fastidiada con el encierro y la oscuridad, armé un escándalo y me regresaron a la realidad nuevamente. Una vez fuera de la caja fuerte, presenté la demanda de divorcio y a los tres años me volví a casar. Ahora, sí puedo decir, que estoy bien casada, nos la llevamos bien y la verdad es que sería difícil llevárnosla mal porque mi esposo no habla. Por estas razones, le pido que consideren mi caso.