EL HOMBRE DE LOS PEQUEÑOS DETALLES

Por Lida Prypchan

Una y otra vez desde hacía dos años, Lucia lo había visto ascender por las escaleras deshabitadas durante la noche, caminando firmemente hacia la oficina del hospital donde ella se encontraba cómodamente instalada viviendo las historias que leía, ahogada en humo y café, esperando que llegara un alma atormentada y necesitada de ayuda y medicamentos.

Ella había aprendido a reconocer las pisadas de su amigo el señor Alejandro y al verlo entrar se levantaba para estrecharle la mano, a ese hombre que “por fuerza tuvo que apegarse a la soledad, sin remedio y con consuelo”.

El amigo Alejandro siembre le decía que ella tenía facultades de médium. Y en esas oportunidades Lucia le respondía: “Si, yo sirvo de intermediaria entre la cordura y la locura” y él se reía. En su destino estaba – pensaba ella  – tener un amigo de esa edad, casi medio siglo mayor, un amigo conversador, medio visionario, un hombre con una gran filosofía de la vida que entendiese su impaciencia de joven y que la regañara como un padre.

Tal vez – meditaba ella – si él hubiese sido su padre no hubiesen tenido tanta comunicación. Por su parte su padre no era un gran conversador, incluso ignoraba ese arte propio de los filósofos; él era pragmático, observaba las cosas desde un punto de vista funcional.

En cambio su madre era una conversadora perspicaz, sabía disfrutar de la compañía de la gente, sabía reírse de sí misma y hacer reír a los demás con su punzante humor negro.

Su padre, un hombre tan ocupado, tan preocupado y siempre tan deseoso de tener nuevas y más complicadas preocupaciones, y su madre, tan jovial, con tantos deseos de decirle adiós a las obligaciones y a las ataduras. Cuando veía juntos a sus padres, que  eran tan diferentes, pensaba: “Así es la vida, uno siempre se rodea de lo opuesto, como para contrarrestar, como haciendo un trueque con el destino”.

Sobre este tema había conversado Lucía con su amigo y en el rostro de él se dibujaba la ternura, y ella sentía tristeza porque los recuerdos se le amontonaban de pronto en la cabeza y se apoderaba de ella una sensación de vacío al pensar que su padre moriría y el abismo entre los dos estaría aun, ahí, inerte, sin solución.

Las relaciones humanas pueden ser tan difíciles. Ella pensaba que era una relación sin solución porque tanto ella como su padre se escondían el uno del otro. Era obstinación e intransigencia.

Con el señor Alejandro la relación era muy diferente ¡era amigo y no padre, al fin y al cabo! Él tenía un amplio concepto de las decisiones de las personas, no era autoritario. Le gustaba conversar y cuando se sentaban a hablar en la oficina se percibía un ambiente de seguridad y calor humano, después de estar en un mundo frío como el de la calle, donde las desilusiones abundan, donde tantas veces creemos y dejamos de creer y a veces nos sucede lo mismo que a los músicos: nos introducimos en el tiempo y dos minutos nos parecen quince.

El señor Alejandro era el hombre de los pequeños detalles, era un idealista empedernido y un perfeccionista. Un observador y un ser muy analítico que se esforzaba constantemente por comprender, por prestar su ayuda, por acompañar, por profundizar en las pequeñas pero importantes cosas de la vida, por disfrutar lo bello y lo placentero y alejarse de lo que le produjese incomodidad y dolor. Y sobre todo se afanaba cada día por ser una mejor persona.

¿QUÉ SE PUEDE HACER EN 80 AÑOS?

Por Lida Prypchan

Don Ernesto cumplía ochenta años. Y con el sentido filosófico de la vida que siempre lo había caracterizado se preguntaba, tal como hacía cuarenta años atrás, qué conclusiones podía extraer de su existencia.

Pues ninguna del otro mundo, por lo que prefirió simplemente imaginarse qué haría si volviese a nacer. La ventaja de llegar a los ochenta años de existencia, era que uno se daba cuenta de cómo había que vivir y cuáles eran las cosas que valían la pena en la vida.

A su modo de ver eran: iniciar la semana con una comedia televisiva, ver crecer a un hijo (o a varios), tomarse unos tragos y conversar amenamente con un amigo, llorar poco y a tiempo, caminar bajo la lluvia, dejar que las cosas lleguen y no buscarlas, pasar desapercibido, vivir el amor aunque mal pague y, amar la soledad como máxima expresión de la inteligencia humana y de la capacidad espiritual.

Pero – pensó Don Ernesto – ochenta años es poco tiempo para una vida. Un verdadero programa de vida debería durar ochocientos años, de manera de garantizarse una evolución satisfactoria en cada faceta de la vida.

Los primeros cien años serían dedicados por completo a los juegos y a la satisfacción de la curiosidad infantil: cien años jugando metras, yo-yo, quemado, trompo; cien años haciendo preguntas que los adultos de quinientos años de edad no nos podrían responder.

Los siguientes cien años podríamos pasarlos aprendiendo a multiplicar y a dividir en la escuela primaria, aprendiendo a entender el absurdo de la historia, cien años riéndonos de los maestros que les gusta ridiculizar a los alumnos.

Así, doscientos años después seríamos promovidos a la Educación Media, a ver si en cien años sería posible aprender o al menos medio entender: la trigonometría con sus múltiples e innecesarias líneas y ángulos, la química con esa cantidad de carbonos, hidrógenos y nitrógenos que nunca se sabe de dónde diablos salen y la composición del aire que a fin de cuentas lo que hay que saber es que lo necesitamos para respirar y punto.

Si a los doscientos años ingresáramos a la escuela secundaria, mucho tiempo atrás nos hubiéramos encargado de descartar una serie de materias innecesarias del pensum de estudio. Pero es lógico: con la prisa que vivimos quién se va a poner a revisar el pasado para proporcionar un mejor presente.

A los trescientos años tendríamos cien años de vacaciones bien merecidas: cien años para pensar qué carrera vamos a estudiar. Eso sí, sin presiones familiares, sin presiones estatales ni municipales, sin presiones de los vecinos….  En esos cien años uno debe conocer el amor de pareja y otras muchas cosas propias de la juventud para poder tomar una decisión equilibrada en relación a la profesión.

A los cuatrocientos años, una vez iniciada la Educación Superior, hay que empaparse de la política del país: eso como una preparación al escepticismo, a que no se puede creer en promesas ni en cuentos chinos; pueden ser muy útiles esos cien años para aprender a decir mentiras, planificar con alevosía, ser hipócrita no importa con quién, distraerse con la cosa pública, sonreír sin ganas, aprovecharse de un cargo público para cometer injusticias.

A los quinientos años llegaría el momento de casarse con una máquina de hacer hijos, que se levante a las 6 a.m. a hacer desayuno, que espere las once para ponerse a cocinar, que espere las 6 p.m. para ver como se sancocha una papa que peló con más desgano que el día anterior, que espere hasta las 8 p.m. para ver cómo llega el afortunado consorte a comerse en dos minutos lo que ella cocinó en una hora y media.

La afortunada aprendería a bordar para no pensar, o se dedicaría a hacer las cortinas de la sala o la mesa del comedor o quizás empapelaría la casa entera, y el afortunado se dedicaría, si fuese un depresivo a pescar, si fuese un descarado a perseguir colegialas.

A los seiscientos años llegarían la menopausia y la andropausia.

A los setecientos ya los dos afortunados se han comprado dos mecedoras y pasan sus últimos cien años inventando cuentos para sí mismos y para sus nietos.

Y al cumplir ochocientos años Don Ernesto nos diría: al cumplir esta edad es que se empieza a saber cómo habría que vivir y cuáles son las cuatro o cinco cosas que realmente valen la pena.

EL ESPEJO, LA CALLE Y PLATÓN

Por Lida Prypchan

Durante largos periodos de tiempo Oswaldo se recluía en su habitación.

Le parecía obvia la suposición, entre sus allegados, de que él en realidad vivía en el seno de su familia y no sólo en una habitación de la inmensa casa. En su cuarto tenía un gran espejo;  prefería uno solo en vez de muchos, porque más de uno acentuaría su visión de las cosas y esa posibilidad lo atormentaba.

Su concepto de la soledad estaba muy claro: se decía a sí mismo que tenía en su interior una fuente inagotable de vida y distracciones. Pero también se encerraba en su cuarto a rumiar dolores y recuerdos pasados hasta que, cansado ya de ello y por necesidad de hablar con otros, buscó la calle.

En la calle había conocido el intrincado juego de las trivialidades de las que, a fuerza de saborearlas, día a día se hacía más dependiente. Se preguntaba de pronto: ¿Por qué es tan fascinante la trivialidad?  Pero en el fondo de su ser intuía que había algo, además de la trivialidad, que le atraía poderosamente, que le hacía vestirse y lanzarse al mundo de los extraños que caminaban por las calles.

En ciertas ocasiones sentía la vaga – incluso fantástica – esperanza de encontrarse con la persona mesiánica que le dijera la palabra reveladora. Su misión, según él la entendía, era conocerse a sí mismo.

Y lo había intentado miles de veces por dos diferentes caminos. Uno había sido conocerse a través del espejo y el otro a través de la gente.

Al espejo lo amaba como cualquier ser incomprendido ama a quien lo escucha y no lo critica; por eso los hombres solitarios aman tanto a sus perros. Desde muy niño había convivido con su espejo. A través de él podía verse, creía descubrirse sin ser descubierto. Porque aunque intentaba con esfuerzo descifrar sus gestos en él, quedaba lo más indescifrable: su careta.

Sentía un gran alivio que el espejo ni remotamente supiera todo lo errado, y simultáneamente, toda la belleza que guardaba en su interior. Y le costaba entender porqué él podía ver y analizar y hasta medio conocer a los demás y, sin embargo, no podía verse a sí mismo. Él podía observar las partes de su cuerpo pero no podía ver lo más importante: los gestos de su rostro, su  propia mirada y los defectos que brotaban de su interior. Observarse en el espejo podía ser frustrante y reconfortante a la vez.

Frustrante porque sabía que esa careta que observaba frente a sí mismo definía una parte de su ser.

Y era reconfortante porque lo convencía de lo misteriosa que resultaba su persona para los demás seres humanos.

En el experimento de lo mundano, de la calle, las personas buscamos otras personas que nos sirvan de espejo; a eso, a buscar gente afín, le llamamos simpatía, y hasta empatía a lo que sentimos por quien comete nuestros mismos errores sin darse cuenta.

Y sucede como dice Khalil Gibran en su poema “Amigo mío”; mostramos sólo nuestras simpatías y procuramos ignorar las diferencias y caminamos juntos a pesar de que alguna vez uno se perdiera en el amanecer y el otro en la medianoche, y preferimos callarlo para no desilusionarnos o quizás hasta discutir para convencernos de lo contrario, para no reconocer que es imposible conocernos.

Tenemos diferencias innombrables e innumerables y por ello mejor es reservarlo para cada quien y continuar haciendo el simulacro de que compartimos el mismo mundo.

Al leer a Platón tuvo una revelación. Según Platón el hombre originalmente había sido andrógino, es decir, mujer y hombre a la vez y en partes iguales, que luego fueron divididos. Eso explicaba la existencia de dos sexos. Se explicaba, además, el amor como la nostalgia que tenemos todos de volver a nuestro estado original. De esta manera pudo explicarse el hecho que algunos amantes necesitaran tan poco para entregarse y manifestar esa sensación. Y se decían sin más: “eres lo que desde hace mucho esperaba”.

En todo caso esta teoría de Platón, le permitía descifrar o diferenciar cuándo había sentido amor y cuándo no. Lo reconocía porque al estar junto a su complemento no se trataba sólo de atracción física sino también de necesidad afectiva, como la llave que abría todas sus puertas. Además sentía una plenitud que le permitía ser más creativo, más tranquilo y responderse más preguntas.

Y así, al dejar de buscar y buscar fue encontrando. Porque no hay que forzar las cosas, ellas vienen solas.

LA CIUDAD DEL FASTIDIO

Por Lida Prypchan
Señoras y Señores: Soy un historiador que nació en esta ciudad, pero residenciado desde hace más de treinta años en España.  Hoy, aquí, se celebran los doscientos años de la fundación de esta ciudad y, por este motivo, me invitaron a dar un discurso.  En cuanto a mi profesión, les digo, me he caracterizado por ser conciso, elocuente y poco dado a los discursos largos y monótonos que más que pensar lo que se logra es hacer sudar al público.  Nací, aquí, como mencioné antes, y me disculparán la brusquedad, pero me ví en la forzosa necesidad de escapar de este lugar a los veintitrés años.  ¿La razón de mi huida?

Me ahogaba en el vaporoso fastidio y desgano de esta ciudad.  Nunca la consideré mi tierra, nunca la amé.  A sus habitantes, sólo a algunos llegué a querer: eran contadas personas que surgían de la nada como fantasmas sin rumbo en un pueblo somnoliento, sin distracciones, sin imaginación, sin movimiento, sin alegría, sin nada nuevo que contar ni nada nuevo que inventar; ni siquiera el odio reinaba, que a veces por lo menos distrae a los hombres.  Era un mundo repleto de conformistas e indiferentes seres que ni cuenta se daban de su abrumador letargo.

Ante tan apagado y lúgubre ambiente, nada adecuado para un joven con deseos de conocer la vida, era inevitable que mis anhelos se tornaran en desesperación y me obsesionara con la tentadora idea del suicidio.  ¡De alguna forma debía escapar a tanto aburrimiento a la vez!  De ser cierto que uno de los siete egos del ser humano es aquél que no desea hacer nada, quisiera exterminarlo.  Preferiría mil veces sufrir, que encontrarme frente a frente con mi enemigo el fastidio.

Una vez que uno se fastidia ya no hay nada más que hacer, porque todo, absolutamente todo, resulta pesado e inoportuno. El que es presa del dolor por lo menos tiene oficio: sufrir y, por otra parte, tiene tema para más tarde: las quejas. Sé muy bien que Uds., pensarán que mi antiguo problema era meramente un problema personal y no relacionado con el ambiente.  Seguramente, me dirán: “No hay cosas aburridas, lo que hay son hombres aburridos”.  Y yo les contestaré: “No hay cosas aburridas, hay cosas más aburridas aún”.

Y, efectivamente, les pondré un ejemplo: recuerdo un profesor que se antojaba en darnos lecciones de buen comportamiento como hombre, de excelente esposo.  En esas ocasiones yo bostezaba quinientas veces por minuto porque la experiencia me ha indicado, a lo largo de los años, que aquéllos que sufren de “mariditis verborreica” acaban en la noche pegándole tres bofetadas a sus queridas esposas.  ¿Para qué, entonces, tantos sermones de moral y buenas costumbres?

Bueno, continuando con mi discursillo: esta ciudad, para aquel entonces, era estricta en sus costumbres.  Sus habitantes poseían el hábito de disfrazarse por las noches o, mejor dicho, de quitarse el disfraz que se ponían durante el día.  Las únicas, y eran pocas, que no lo hacían eran las mujeres casadas con cavernícolas que les hacían creer a éstas que seguían con el antifaz puesto.  Estas pobres, haciéndole deferencia al fastidio, dedicaban sus vidas a comer como desesperadas y luego a tomar jugo de toronja sin azúcar para no engordar.  Los críos, para seguir la secuencia, dedicaban su infancia al canto y al grito.

Los jóvenes, como cosa rara, se limitaban a reñir con sus progenitores para luego echarle la culpa a la brecha generacional.  En fin, cada quien buscaba su excusa para no sucumbir en la ola de aburrimiento en que vivían a diario, y lo peor, ¡sin remedio!

Lo más imaginativo, que yo recuerde, en cuanto a servicios públicos, eran los aportes del Concejo Municipal.  En vista de estar bien enterados que algo debía de hacerse para solucionar la problemática del aburrimiento, idearon calles y avenidas completamente llenas de huecos para así permitirle a la ciudadanía conocer las riquezas del subsuelo.  El carro salía inservible pero valía la pena porque la experiencia, en cuanto a conocimientos, era única y espectacular.

Por todo esto, señoras y señores, este discurso lo titulé: La Ciudad del Fastidio.

EL CÓMPLICE DE LA FELICIDAD

Por Lida Prypchan

Es una cuestión de convicción, replicó Jorge Luis astutamente. La felicidad es un asunto de convicción, dijo nuevamente este joven que constantemente se apegaba a los momentos agradables, y que no le huía al dolor sino que sabía aceptarlo como la cosa más natural del mundo. José Francisco, su compañero de estudios, simulaba ser tranquilo y conforme, pero interiormente era un almacén de experiencias dolorosas mal asimiladas; por ello escuchaba a su amigo Jorge con atención.

Estas palabras le revelaron, después de dos años, sus verdaderos pensamientos y dijo: me gusta oírte hablar así, me parece muy inteligente tu posición, pero a mí particularmente, me ha sido imposible analizar las cosas de esa manera;  no sé si mi melancolía es hereditaria, por lo menos mi padre dice que sí lo es, que de niño jugaba siempre solo, que los acontecimientos dolorosos se grababan en mi alma con mucha facilidad, que toda la vida fui un depresivo en potencia, y así me quedé, con la versión que me dio mi padre.

Para colmo he sido un lector crónico de novelas psicológicas al estilo de Kafka, Hesse, Sartre y Dostoievski en quienes encontré un gran alivio y compañía para mi sufrimiento diario. Desde entonces me digo a mí mismo que soy un existencialista, un solitario que ama la realidad fatal de la que habla Schopenhauer, un ateo que desea creer en Dios para no sentirse tan abandonado en este mundo donde nadie quiere entregarse enteramente a nadie. Y he de reconocer que he pensado en el suicidio unas cuantas veces y se lo he comentado a mi madre que es bastante comprensiva, ella me ha mimado y ha llorado a mi lado, se lo ha contado a mi padre y este me ha llamado para decirme que no debo hacerlo porque sería un escándalo social, que su reputación de abogado prestigioso se caería al suelo en un segundo, pero no me ha dicho que me quiere ayudar a superar mi crisis.

Y me he reído con su exposición porque él no tiene la culpa, simplemente se dejó absorber por esa maraña  llamada sociedad en la que la hipocresía y los intereses creados abundan y apestan.

Jorge Luis lo interrumpió para decirle: comprendo perfectamente tus vivencias, a ti te tocó amargura y dolor y te acostumbraste a ello. Se hizo crónico tu sentir por ser tan sensible y al mismo tiempo, tu doloroso sentir, te ha hecho duro y un poco indiferente, por lo menos eso es lo que me habías parecido hasta ahora. Tu error, José Francisco, ha sido vivir en el pasado, aislarte para recordar lo amargo y luego afirmar rencorosamente que nadie puede comprenderte, que el destino te ha castigado miserablemente.

La vida, José Francisco, es como una función de teatro: una vez que el destino ha hecho su trabajo sobre nosotros, nos deja solos a ver cómo mejoramos nuestro camino y qué papel escogemos a lo largo de ese camino. Así, tú te quedaste con el único personaje que aprendiste de niño: el tormentoso del cuento, y no representaste otro rol porque has estado concentrado realizando ese triste papel; tu pesimismo te ha dejado sin posibilidades para ver que hay otros personajes mejores.

Fíjate bien: si nos conducimos como ancianos, nuestro cuerpo, sensaciones y pensamientos serán de viejos. Si nos negamos a representar un papel y aprendemos a conducirnos de acuerdo con esa decisión, lograremos evitar el convertirnos en el personaje. No creas que yo me siento feliz durante todos los minutos del día.

Cuando hablo de felicidad no me refiero al concepto que tiene la gente de la felicidad, que es tener una suerte deslumbrante o un gozo permanente. Para mí felicidad es aprovechar el presente, olvidarme del pasado y despreocuparme por el futuro. Yo he aceptado la vida con su belleza y su fealdad, con sus traiciones y contradicciones, con su a veces injusto destino.

Lo he aceptado y he aceptado lo bello que me pueda dar, aprendiendo también de los dolores que me ha proporcionado. Para mí felicidad es poder realizar mi sueño: ser un filósofo desprendido de los bienes materiales que vive de sus ideas y creencias, que vive y ama a una sola mujer. Si llego a lograrlo o no, me lo dirá el tiempo y sus circunstancias. Pero, ante todo, te digo algo: me he convencido de que lo lograré y no voy a mortificarme con pensamientos pesimistas ni frustrantes.

Tú me escuchas maravillado y me observas como un hombre excepcional. Te equivocas. He tenido que pasar por mucho para convencerme de esto. Soy reservado y no me gusta hablar de mis intimidades y a ti te las estoy revelando hoy.

He sido un hombre que se ha dejado llevar por bajas pasiones, en especial por el rencor y la venganza. La venganza casi no la ejercía, por el rencor me carcomía. Hasta que un día decidí deshacerme de él, en vista del daño que me producía luchar contra él. No creas que fue sencillo, han sido largos años los que he necesitado para vencerme a mí mismo. No puedo decirte que no lo siento a veces dentro de mí, pero no como antes, con aquel furor enfermizo que me quitaba el sueño. He aprendido a ser indiferente.

Cuando alguien me hace daño o se vale de mi bondad para aprovecharse de mí, me digo que él es un pobre tonto, que no sabe el amigo que ha perdido, que no sabe cuántas cosas le pude enseñar. Antes me consumía al pensar que me los demás me consideraban un tonto, ahora no me importa y hasta prefiero que así me crean.

Se levantó de su asiento y llegó a la sala de estudios con dos copas de vino y le dijo a José Francisco: mi querido amigo es hora de brindar. Brindar porque ahora vas a representar un nuevo papel en el teatro de la vida. Serás “el cómplice de la felicidad” y emocionados brindaron y luego se abrazaron.

NO EXISTE UNA TERCERA POSIBILIDAD

Por Lida Prypchan

La convicción de que el ser humano sólo puede comprender y ser dueño de su Historia cuando la entiende como un progreso incesante, ha ido abriéndose camino desde el siglo XVIII mediante acometidas que se han ido sucediendo unas a otras.  Esta fe en el progreso de la Historia humana constituye la oculta fuerza motriz que ha impulsado la expansión de las ciencias naturales en el transcurso de los siglos XIX y XX.

En el caso de Carlos Marx, esta fuerza se transforma en una teoría de la revolución que ha invertido por completo el orden imperante en grandes Estados y ha dado origen a la fundación de nuevos sistemas de dominación;  en el lado capitalista-liberal, configura la fisonomía de los EEUU, condicionada por una técnica fascinante.  Ha sido éste impulso el que ha convertido a Rusia y a los EEUU en las primeras potencias mundiales.  Y, como bien se sabe, hay una guerra fría entre estas dos grandes potencias.

Lo alarmante es que ambas resultan ser las “intocables”, son los cerebros maquiavélicos, son los planificadores intelectuales de las guerras que se desatan en otros  países.  Típico ejemplo de ello fue la lección de atención, de cuidado, que la URSS, ese país que desde hace mucho tiempo no come cuentos, le dió a EEUU con la destrucción del avión de pasajeros de Korea del Sur: ¿Paranoia soviética?, ¿falla en los controles?, ¿“hacerse la vista gorda” de los EEUU?  ¿Cuál fue la verdadera intención de los norteamericanos?

El mundo no vive en paz: vive en una situación de constante víspera de guerra.  Las guerras de hoy son interminables.  Y usar plural es inmiscuir los participantes secundarios y no, directamente, los principales.  Estas interminables guerras no son sino las cambiantes fases de una sola guerra, en los más diversos escenarios y con los más dispares pretextos aparentes.
La especie humana ha dejado de existir como tal.  La comunidad que se ha instituido en guardián de la bomba atómica se encuentra por encima del reino de la Naturaleza, pues es ella la que tiene la responsabilidad de su propia vida y de su propia muerte.

Antes no existía la posibilidad de destruir la especie humana.  Hoy, sin embargo, la URSS y los EEUU están en la capacidad de destruir no solamente toda forma de vida en el planeta, sino en veinte o treinta planetas semejantes.  Tienen en sus manos armas de todo tipo: nucleares, químicas y biológicas.  Además, pueden desatar pestes, paralizar el sistema nervioso de poblaciones enteras, y enloquecer e idiotizar instantáneamente millones de seres.

Este es el espeluznante fin de los excesos a los que conduce el poder: la sin razón.
Nunca antes, el ser humano, aún en sus más desnaturalizados delirios de destrucción, llegó a concebir la posibilidad de la que hoy es víctima.

¿La solución?  Para lograr la conservación de la especie, la Humanidad se verá forzada a transformar toda la Tierra en una segunda Naturaleza, en una Naturaleza de carácter artificial regida por la sana razón humana.  Esto sólo se puede lograr si se crea un marco político cuya estructura se diferencie radicalmente de la de todos los sistemas políticos conocidos hasta el presente.

Por primera vez en su Historia, la Humanidad se ve colocada frente a la dura alternativa de obedecer el mandamiento de la necesidad y saltar por encima de sus tradiciones históricas, o ser la causa de un encadenamiento de catástrofes que costaran la vida a cientos de millones de seres humanos y no transformarán sino que destruirán, todas las tradiciones válidas hasta el presente.

¡No existe una tercera posibilidad!

LAS HUÉRFANAS DEL CINE AMERICANO

Por Lida Prypchan

Indudablemente Estados Unidos es un país cuya organización merece ser admirada.

Sin embargo, hay un mensaje subyacente a esta organización con una intención bien clara: “uniformar” al mayor número de personas posible, imponiéndoles comportamientos predefinidos y, de esta manera mostrar hasta el convencimiento, tanto a los estadounidenses como al resto del mundo, que EEUU es una nación feliz, una democracia justa, exenta de racismo y totalmente equilibrada desde el punto de vista socio económico.

Como epílogo a esta introducción quiero añadir: Rusia, histórico rival de Estados Unidos, no resulta tan opuesto como aparenta, ya que en un entorno diferente y con métodos distintos, el estado logra lo mismo: el condicionamiento de su pueblo.

Vemos, por ejemplo, el caso de la información. En Rusia hay un control de las noticias en la cual sólo se publican aquellas que al estado le conviene, mientras que en EEUU publican tantas noticias, pero tantas, que atiborran a los ciudadanos al punto que no se interesan en leerlas.

Una vez concluida esta introducción, quisiera referirme a tres aspectos de la producción cinematográfica en EEUU que muestran claramente sus intenciones de condicionar a sus ciudadanos, de impresionar al mundo con su imagen de máxima felicidad, y de demostrar estabilidad social.

Los tres aspectos son: el racismo, la vida en Hollywood y las huérfanas. Estos tres aspectos son persistentes en el cine.

En todas sus películas aparece un afroamericano. Y si no en todas, en la mayoría. Y resulta curioso el hecho de que generalmente tengan roles con similares características: el hombre chabacano con una singular manera de caminar, que habla inglés cantadito y que utiliza modismos “negroides” tales como ¡Hey man!  Convirtiéndolo en el típico hazmerreir.

Pero indudablemente, es sólo el comienzo de un mensaje: en EEUU el estado quiere abolir (supuestamente) el racismo, quiere unir a los representantes de todas las etnias. Sin embargo, la realidad que allí se vive es otra: cada etnia tiene su suburbio. Allí cultivan sus hábitos de origen: música, comida, artes visuales. De preferencia asisten a conciertos de artistas de su región o país de origen. Igual comportamiento tiene el estadounidense de origen anglosajón.

La vida en Hollywood, la realidad que allí viven los artistas es muy diferente a la que nos quieren mostrar. Es un ambiente terrible, donde predomina la impersonalidad, donde hay que ceder las convicciones al mejor postor para poder ascender un escalón, donde no importa el valor y la calidad de un artista;  son manipulados como marionetas hasta su destrucción y mientras se muestran radiantes de felicidad.

El último aspecto, el más importante en mi opinión, lo resumí llamándolo las huérfanas del cine americano y comienza con el cine de los años treinta.

Allí la tenemos, ¡es Shirley Temple! No era una niña bella, pero sí plena de encanto. No era una bailarina con dotes excepcionales, pero zapateaba que daba gusto verla. Su voz era pobre pero cantaba canciones que halagaban a los estadounidenses.

Shirley Temple significaba el entusiasmo para su época, era una niña perseverante, alegre, que ante nada se quedaba paralizada. Había en sus películas el canto de la libertad en medio de una sociedad en permanente actividad. Fue en otras palabras: la imagen exaltadora de la democracia norteamericana.

Tanto ella como otras actrices adultas planteaban el tema de la orfandad y cómo salían airosas y felizmente de las vicisitudes de su condición. Sin embargo, esta imagen se acabó con el suicidio de Marilyn Monroe.

Marilyn sin quererlo, abolió el mito levantado por la pequeña Shirley Temple; ella llevaba sobre sus hombros una orfandad infantil demoledora. Y Marilyn no encuentra lo que Shirley Temple presenta en sus películas haciendo el papel de huerfanita. Marilyn no encontró, como Shirley gente buena dispuesta a ayudarla, sólo la acompañaban alcohol y  estupefacientes.

Su muerte marcó el inicio del ciclo de mujeres que no son muy seguras. Annie Hall, por ejemplo, es insegura, vive atormentada por su neurosis por lo cual visita a su psicoanalista, necesita marihuana para hacer el amor y no sabe cómo deshacerse de una relación amorosa complicada.

Annie Hall no es huérfana, tiene amantes, pero es una existencialista: no le encuentra sentido a la vida y sueña con una paz que no logra encontrar jamás.

UN ENTIERRO A CUESTAS

Por Lida Prypchan

Como voy a describir a Lucia si ella era como cualquiera de nosotros: sin ninguna diferencia esencial. El mismo cuerpo, sólo que un poco más alto que el de la mujer promedio. Los mismos órganos, sólo que un poco más intoxicados que los de las demás mujeres. Las mismas ilusiones, sólo que un poco más teñidas de frustración que las de las demás mujeres. Un carácter similar, sólo que un poco más agrio que el de las demás mujeres.

Ella nunca entendió esa frase que decía que en la vida había igual número de alegrías y tristezas. Para ella había un mayor número de tristezas que de alegrías. Y sin embargo ni se le notaban esas tristezas, ¡Tan acostumbrada estaba ya a ellas!

Y hasta aparentaba ser una mujer feliz: ella sentía inmensa felicidad al tomar su café en la mañana y después al fumarse un cigarrillo; sentía gran alegría cuando recibía la mas mínima caricia de un ser humano o de un animal; sentía felicidad – aunque a veces llorara – al escuchar una canción de su agrado; sentía alegría cuando hacía un nuevo amigo, aunque nunca lo llegara a conocer como ella hubiese querido y siempre dudara un poco de la amistad por su relatividad. A pesar de los mil golpes que se había llevado, seguía creyendo, aunque fuese a medias, en la amistad.

Sentía una gran emoción al bañarse como si con eso se despojara de sus malos hábitos y de las impurezas de su alma, disfrutaba enormemente del cine, le encantaba bailar como si con eso se desembaraza de su poderosa sexualidad; a fin de cuentas, qué es la vida sino matar el tiempo para ver cómo nos va llegando la muerte con su asquerosa puntualidad, como decía Benedetti.

Lucia caminaba con su soledad a cuestas: horas interminables paseando en el carro, horas interminables pensando en el futuro – planificando, construyendo sueños irrealizables-, horas infinitas viviendo en el pasado anhelando que el maldito tiempo retrocediese para hacer lo que otrora no tuvo valor de hacer – porque uno se arrepiente casi siempre de lo que no hizo o no tuvo valor de decir-, horas interminables de insomnio pensando en cual era el sentido de su vida, horas infinitas tratando de encontrarse sin poder saber si lo lograría o no.

Ella estaba consciente de que su vida era un entierro a cuestas, cada día estaba más cerca de la muerte, o sea que cada día dentro de sí moría una parte de ella; también los amigos que había perdido y los que aún tenia, todo esto se extinguía día a día en su interior. Su cuerpo, al igual que un carro, se iba desgastando poco a poco; cada día costaba más encender su cuerpo como si se extinguiera su batería.

Sus ilusiones se habían ido detrás de su último amor, y lamentablemente las ilusiones no se compran en la farmacia. Sus secretos morirían dentro de ella, así como los cigarrillos que se fumaba, como sus opiniones sobre los demás y sobre los eventos cotidianos, como sus  ideas suicidas; ideas que le proporcionaban un poco de alivio a su tormentosa vida interior

Un día la llamé, atemorizada, como presintiendo su muerte, y me dijeron que se había ahorcado. Dejó una nota que decía:

De la vida no supe ni más ni menos que mis semejantes; no tuve la capacidad de responder a mis preguntas. Nadie pudo darme tranquilidad con sus respuestas, pero logré por lo menos discutir con la muerte a destiempo — o quizás fue una trampa que me tendió la vida en conexión con la muerte.

No aguanto mis dudas, ni soporto mi vida y mucho menos la idea de que la muerte me tome desprevenida.”

EL MENTIROSO SEÑOR ENGAÑO PATRAÑA

Por Lida Prypchan

“Cuando queráis engañar al mundo, decidle la verdad”
Bismark

 

Lo más resaltante, físicamente, de Engaño Patraña era su cara dura, su larga y vibrátil lengua y sus dos dedos de frente que él excusaba llamándose a sí mismo la “excepción de los genios”. En cuanto a su manera de actuar, tomando al pie de la letra sus propias palabras poseía, la hoy perdida virtud de hablar siempre con la verdad. Declaraba prepotentemente “detestar la mentira”.

Pero en el fondo, en el sitio más recóndito de su pensamiento, veneraba la falsedad y el engaño. Por creerse un artista de la mentira, un día frío y tenebroso, retó al diablo, y apostaron su alma, a ver quién de los dos inventaba la mejor farsa. Como era lógico ganó el diablo y no por viejo sino por diablo. Engaño Patraña disfrutaba tanto faltando a la verdad, que su lengüezuela había desarrollado la extraña capacidad de vibrar cada vez que decía una mentira.

Era un experimentado cuentista: “Tengo 34 años; he viajado por el mundo entero; soy un aficionado de la fotografía; doy clases de matemáticas y mi sueldo es de cuatro veces el promedio; vivo con mi familia pero tengo un apartamento para ‘esos momentos en que no los soporto más’, en donde se encuentra un teléfono conectado a una sofisticada computadora que selecciona mis llamadas”.

Y la realidad de Engaño era la siguiente: tenía apenas 23 añitos, había viajado, sí,  pero para un pueblo cercano y eso, obligado, era un aficionado a recortar fotos de National Geographic, ganaba el salario mínimo y, poseía un apartamento, pero en el infierno. De su vida sentimental manifestó un día, a un grupo de amigos, y además llorando y echándose en el piso, que acababa de quedar viudo. Su versión era que su esposa había abortado un mes antes y por un desangramiento había fallecido.

El Sr. Patraña vivía en un pueblo pequeño y sucio donde abundaban el monte indiferente y las mujeres ingenuas, aunque a decir verdad, más tontones eran los hombres. Le gustaban las mujeres mayores que él. Posiblemente, buscaba una nueva madre, lo cual es relativamente común en los hombres. Unas, las más inteligentes, lo descubrían y se alejaban rápidamente. Otras, a pesar de conocer sus argucias, le seguían el juego por distracción. Y a cuenta de la diversión, algunas, hasta trajeron un mentiroso al mundo. ¿O es que Uds. no creen en el poder de la genética?

Y ya que nombré la genética, que es el aporte en rasgos y conducta de padres a hijos, quiero aprovechar la ocasión, para hacer algunas consideraciones sobre la madre del señor Patraña. Se trata de una mujer amargada y avejentada para su edad, que enfocó la crianza de su hijo en hacerle notar cuán malvada era la gente. Es ésta la razón por la cual le controlaba los pasos que daba y también los que dejaba de dar. En fin, era una miedosa. Lo interesante del asunto, es que la mentira es una forma de miedo.

El embuste, que es el arma principal de la actitud hipócrita, resulta más común y tolerada que la hipocresía, incluso por los convencionalismos sociales. En verdad, existen algunos absurdos razonamientos creados por la “sociedad” que han logrado encumbrar a la mentira, éstos son:

  • De lo que se dice en sociedad, lo que importa es que tenga gracia, lo de menos es que sea verdad
  • La sinceridad la inventó uno que quería amargarle la vida al prójimo
  • ¿Qué puede la verdad, fría y desnuda, contra la brillante apariencia de la mentira?

Lo cierto, es que el Sr. Engaño había mentido tanto, que desconocía todas las verdades acerca de sí mismo, desconocía, quién era y qué sentía. Esto le producía una gran angustia. Una noche, cuando se encontraba solo con sus mentiras, se suicidó,  dejando una nota llena de embustes. La mentira fue su distracción y su tumba, porque de tanto engañar, se engañó a sí mismo.

Su muerte me hizo reflexionar mucho. De todo este asunto – pensé – lo terrible es que los embusteros son los únicos que dicen las verdades. En definitiva, la mentira es un problema de creatividad. Se miente más de la cuenta por exceso de fantasía. También la verdad se inventa.

Y en honor a ésta última sentencia, ya que las palabras “Engaño” y “Patraña” son sinónimos de “mentira”, al protagonista de esta historia de la vida real, lo bauticé con el nombre: “El Mentiroso Señor Engaño Patraña”.

LA MENTE: UN ENIGMA

Por Lida Prypchan
Parece imposible concebir a la mente localizada fuera del sistema nervioso. Aún no se sabe en qué órgano reside. Sin embargo, sabemos que existe. Algunos la han identificado con el alma. Otros decían que se encontraba en la glándula pituitaria, que está debajo de la base del cráneo. Pero no se sabe. Se conoce simplemente el proceso del pensamiento.

El centro de mandos es el cerebro: él recibe la información, la clasifica, la interpreta y emite las respuestas a la información recibida. A él le llegan estímulos y él administra su procesamiento y la emisión y transmisión de las respuestas. Se trata de un proceso complicadísimo: es toda una computadora que recorre el cuerpo entero recolectando información, procesándola y respondiendo.

Puede seguirse el paso de los impulsos que van hacia cerebro y una vez que llegan a él, seguir su rastro es producto de un sistema de estudios muy estructurado.

George Berkeley, filósofo del siglo XVIII, creía que el mundo material no tenía existencia real fuera de la mente y que los objetos existían sólo si eran percibidos. Sin embargo, a veces la mente se engaña al interpretar ciertos datos que le aportan los nervios sensoriales.

Un golpe en un ojo puede causar una presión sobre los nervios que conducen al cerebro. Como éstos normalmente sólo transmiten impulsos producidos por la luz y como recorren la misma ruta hacia el cerebro, la mente los interpreta y convierte en ráfagas de luz (decimos que vemos las estrellas).

El LSD, por ejemplo relaja la mente, hay producción de nuevas sensaciones (como si se abriesen puertas desconocidas), pero disminuye la percepción del exterior. Se observa todo como una alucinación ajeno a lo que normalmente vemos como realidad porque esta droga afecta o actúa sobre el sistema nervioso.

Los recuerdos son los residuos de la mente. Después de varios estudios se llegó a la conclusión de que los recuerdos se almacenaban en extensas áreas del celebro.

También han aportado mucho en cuanto al concepto de la mente: Freud y Jung. Freud descubre el subconsciente (lo llama Id o instintos primitivos). Decía él que este subconsciente estaba formado por las primeras experiencias del individuo. Su técnica de solución era el Psicoanálisis o sea revelar el contenido del subconsciente y de este modo eliminar las anormalidades del comportamiento humano.

Jung decía que todo individuo nacía con lo que él denominó subconsciente colectivo o racial, o conjunto de experiencias de su raza, moldeado por millones de años de continuos cambios evolutivos y con un contenido de residuos mentales acumulados desde las épocas más primitivas.