Por Lida Prypchan
Señoras y Señores: Soy un historiador que nació en esta ciudad, pero residenciado desde hace más de treinta años en España. Hoy, aquí, se celebran los doscientos años de la fundación de esta ciudad y, por este motivo, me invitaron a dar un discurso. En cuanto a mi profesión, les digo, me he caracterizado por ser conciso, elocuente y poco dado a los discursos largos y monótonos que más que pensar lo que se logra es hacer sudar al público. Nací, aquí, como mencioné antes, y me disculparán la brusquedad, pero me ví en la forzosa necesidad de escapar de este lugar a los veintitrés años. ¿La razón de mi huida?
Me ahogaba en el vaporoso fastidio y desgano de esta ciudad. Nunca la consideré mi tierra, nunca la amé. A sus habitantes, sólo a algunos llegué a querer: eran contadas personas que surgían de la nada como fantasmas sin rumbo en un pueblo somnoliento, sin distracciones, sin imaginación, sin movimiento, sin alegría, sin nada nuevo que contar ni nada nuevo que inventar; ni siquiera el odio reinaba, que a veces por lo menos distrae a los hombres. Era un mundo repleto de conformistas e indiferentes seres que ni cuenta se daban de su abrumador letargo.
Ante tan apagado y lúgubre ambiente, nada adecuado para un joven con deseos de conocer la vida, era inevitable que mis anhelos se tornaran en desesperación y me obsesionara con la tentadora idea del suicidio. ¡De alguna forma debía escapar a tanto aburrimiento a la vez! De ser cierto que uno de los siete egos del ser humano es aquél que no desea hacer nada, quisiera exterminarlo. Preferiría mil veces sufrir, que encontrarme frente a frente con mi enemigo el fastidio.
Una vez que uno se fastidia ya no hay nada más que hacer, porque todo, absolutamente todo, resulta pesado e inoportuno. El que es presa del dolor por lo menos tiene oficio: sufrir y, por otra parte, tiene tema para más tarde: las quejas. Sé muy bien que Uds., pensarán que mi antiguo problema era meramente un problema personal y no relacionado con el ambiente. Seguramente, me dirán: “No hay cosas aburridas, lo que hay son hombres aburridos”. Y yo les contestaré: “No hay cosas aburridas, hay cosas más aburridas aún”.
Y, efectivamente, les pondré un ejemplo: recuerdo un profesor que se antojaba en darnos lecciones de buen comportamiento como hombre, de excelente esposo. En esas ocasiones yo bostezaba quinientas veces por minuto porque la experiencia me ha indicado, a lo largo de los años, que aquéllos que sufren de “mariditis verborreica” acaban en la noche pegándole tres bofetadas a sus queridas esposas. ¿Para qué, entonces, tantos sermones de moral y buenas costumbres?
Bueno, continuando con mi discursillo: esta ciudad, para aquel entonces, era estricta en sus costumbres. Sus habitantes poseían el hábito de disfrazarse por las noches o, mejor dicho, de quitarse el disfraz que se ponían durante el día. Las únicas, y eran pocas, que no lo hacían eran las mujeres casadas con cavernícolas que les hacían creer a éstas que seguían con el antifaz puesto. Estas pobres, haciéndole deferencia al fastidio, dedicaban sus vidas a comer como desesperadas y luego a tomar jugo de toronja sin azúcar para no engordar. Los críos, para seguir la secuencia, dedicaban su infancia al canto y al grito.
Los jóvenes, como cosa rara, se limitaban a reñir con sus progenitores para luego echarle la culpa a la brecha generacional. En fin, cada quien buscaba su excusa para no sucumbir en la ola de aburrimiento en que vivían a diario, y lo peor, ¡sin remedio!
Lo más imaginativo, que yo recuerde, en cuanto a servicios públicos, eran los aportes del Concejo Municipal. En vista de estar bien enterados que algo debía de hacerse para solucionar la problemática del aburrimiento, idearon calles y avenidas completamente llenas de huecos para así permitirle a la ciudadanía conocer las riquezas del subsuelo. El carro salía inservible pero valía la pena porque la experiencia, en cuanto a conocimientos, era única y espectacular.
Por todo esto, señoras y señores, este discurso lo titulé: La Ciudad del Fastidio.