Por Lida Prypchan
Es una cuestión de convicción, replicó Jorge Luis astutamente. La felicidad es un asunto de convicción, dijo nuevamente este joven que constantemente se apegaba a los momentos agradables, y que no le huía al dolor sino que sabía aceptarlo como la cosa más natural del mundo. José Francisco, su compañero de estudios, simulaba ser tranquilo y conforme, pero interiormente era un almacén de experiencias dolorosas mal asimiladas; por ello escuchaba a su amigo Jorge con atención.
Estas palabras le revelaron, después de dos años, sus verdaderos pensamientos y dijo: me gusta oírte hablar así, me parece muy inteligente tu posición, pero a mí particularmente, me ha sido imposible analizar las cosas de esa manera; no sé si mi melancolía es hereditaria, por lo menos mi padre dice que sí lo es, que de niño jugaba siempre solo, que los acontecimientos dolorosos se grababan en mi alma con mucha facilidad, que toda la vida fui un depresivo en potencia, y así me quedé, con la versión que me dio mi padre.
Para colmo he sido un lector crónico de novelas psicológicas al estilo de Kafka, Hesse, Sartre y Dostoievski en quienes encontré un gran alivio y compañía para mi sufrimiento diario. Desde entonces me digo a mí mismo que soy un existencialista, un solitario que ama la realidad fatal de la que habla Schopenhauer, un ateo que desea creer en Dios para no sentirse tan abandonado en este mundo donde nadie quiere entregarse enteramente a nadie. Y he de reconocer que he pensado en el suicidio unas cuantas veces y se lo he comentado a mi madre que es bastante comprensiva, ella me ha mimado y ha llorado a mi lado, se lo ha contado a mi padre y este me ha llamado para decirme que no debo hacerlo porque sería un escándalo social, que su reputación de abogado prestigioso se caería al suelo en un segundo, pero no me ha dicho que me quiere ayudar a superar mi crisis.
Y me he reído con su exposición porque él no tiene la culpa, simplemente se dejó absorber por esa maraña llamada sociedad en la que la hipocresía y los intereses creados abundan y apestan.
Jorge Luis lo interrumpió para decirle: comprendo perfectamente tus vivencias, a ti te tocó amargura y dolor y te acostumbraste a ello. Se hizo crónico tu sentir por ser tan sensible y al mismo tiempo, tu doloroso sentir, te ha hecho duro y un poco indiferente, por lo menos eso es lo que me habías parecido hasta ahora. Tu error, José Francisco, ha sido vivir en el pasado, aislarte para recordar lo amargo y luego afirmar rencorosamente que nadie puede comprenderte, que el destino te ha castigado miserablemente.
La vida, José Francisco, es como una función de teatro: una vez que el destino ha hecho su trabajo sobre nosotros, nos deja solos a ver cómo mejoramos nuestro camino y qué papel escogemos a lo largo de ese camino. Así, tú te quedaste con el único personaje que aprendiste de niño: el tormentoso del cuento, y no representaste otro rol porque has estado concentrado realizando ese triste papel; tu pesimismo te ha dejado sin posibilidades para ver que hay otros personajes mejores.
Fíjate bien: si nos conducimos como ancianos, nuestro cuerpo, sensaciones y pensamientos serán de viejos. Si nos negamos a representar un papel y aprendemos a conducirnos de acuerdo con esa decisión, lograremos evitar el convertirnos en el personaje. No creas que yo me siento feliz durante todos los minutos del día.
Cuando hablo de felicidad no me refiero al concepto que tiene la gente de la felicidad, que es tener una suerte deslumbrante o un gozo permanente. Para mí felicidad es aprovechar el presente, olvidarme del pasado y despreocuparme por el futuro. Yo he aceptado la vida con su belleza y su fealdad, con sus traiciones y contradicciones, con su a veces injusto destino.
Lo he aceptado y he aceptado lo bello que me pueda dar, aprendiendo también de los dolores que me ha proporcionado. Para mí felicidad es poder realizar mi sueño: ser un filósofo desprendido de los bienes materiales que vive de sus ideas y creencias, que vive y ama a una sola mujer. Si llego a lograrlo o no, me lo dirá el tiempo y sus circunstancias. Pero, ante todo, te digo algo: me he convencido de que lo lograré y no voy a mortificarme con pensamientos pesimistas ni frustrantes.
Tú me escuchas maravillado y me observas como un hombre excepcional. Te equivocas. He tenido que pasar por mucho para convencerme de esto. Soy reservado y no me gusta hablar de mis intimidades y a ti te las estoy revelando hoy.
He sido un hombre que se ha dejado llevar por bajas pasiones, en especial por el rencor y la venganza. La venganza casi no la ejercía, por el rencor me carcomía. Hasta que un día decidí deshacerme de él, en vista del daño que me producía luchar contra él. No creas que fue sencillo, han sido largos años los que he necesitado para vencerme a mí mismo. No puedo decirte que no lo siento a veces dentro de mí, pero no como antes, con aquel furor enfermizo que me quitaba el sueño. He aprendido a ser indiferente.
Cuando alguien me hace daño o se vale de mi bondad para aprovecharse de mí, me digo que él es un pobre tonto, que no sabe el amigo que ha perdido, que no sabe cuántas cosas le pude enseñar. Antes me consumía al pensar que me los demás me consideraban un tonto, ahora no me importa y hasta prefiero que así me crean.
Se levantó de su asiento y llegó a la sala de estudios con dos copas de vino y le dijo a José Francisco: mi querido amigo es hora de brindar. Brindar porque ahora vas a representar un nuevo papel en el teatro de la vida. Serás “el cómplice de la felicidad” y emocionados brindaron y luego se abrazaron.