Por Lida Prypchan
Un Relato de Oscar Wilde
Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar y arrojaba sus redes al agua.
Cuando el viento soplaba desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas negras y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para venderlos.
Todas las tardes salía al mar y una de esas tardes, la red estaba tan pesada que apenas pudo subirla a la barca. Haciendo uso de todas sus fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin, apareció la red a flor de agua.
Usó todas sus fuerzas y logró sacar la red a flor de agua. No había en ella ningún pez, sino únicamente una sirenita que reposaba profundamente dormida.
Tan bella era, que cuando la vio se quedo lleno de asombro, se inclinó sobre el costado y la ciñó con sus brazos. Y al tocarla, lanzó ella un grito como una gaviota asustada, lo miró aterrorizada y luchó intentando escapar. Pero él no la dejó marcharse.
Ella empezó a llorar y le dijo que era la hija única de un rey, el cual estaba muy enfermo y viejo. Él le propuso soltarla sólo si ella le prometía salir cada vez que él la llamara y que además cantara pues a los peces les gustaba el canto de la música de la gente del mar y de esta forma se llenarían sus redes.
Ella aceptó y él soltó sus brazos y la dejó partir.
Todas las tardes el joven Pescador se internaba mar adentro, y llamaba a la sirena, y ella acudía invariablemente; salía del agua y cantaba. En torno de ella nadaban los delfines, y las gaviotas le revoloteaban sobre la cabeza. Cantaba una canción maravillosa.
Sin embargo, nunca se le acercó tanto que pudiera tocarla y cuando lo intentaba, ella se zambullía en el agua y no volvía a verla aquel día.
Pero un día, cuando ya no aguantaba más, le dijo:
– Sirenita, sirenita, te amo. Acéptame como novio, pues te amo. La sirenita movió su cabeza y le dijo: tienes alma humana; el pueblo marino no tiene alma; únicamente si despidieras tu alma, podría amarte.
Y de sus labios surgió un grito de alegría y poniéndose de pie en su barca extendió los brazos hacia la sirena y, le dijo:
– Expulsaré mi alma entonces seremos novios y, viviremos juntos en lo más profundo del mar y, me mostrarás todo lo que has cantado y, yo haré todo lo que quieras y, ya nunca podrán separarse nuestras vidas.
Y la sirenita rió alegremente, escondiendo el rostro entre las manos.
Pero al pensarlo más detenidamente dijo: ¿cómo me despediré de mi alma?
A la mañana siguiente, el pescador fue a casa del sacerdote y le planteó su problema de la siguiente forma:
– Padre, amo a una hija del mar y mi alma me impide conseguir mi deseo. Dígame qué puedo hacer para despedir mi alma, pues verdaderamente no la necesito. ¿De qué me sirve mi alma? No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco.
– El amor del cuerpo es ruin – exclamó el cura, frunciendo el ceño – y los seres paganos que Dios permite que vaguen por el mundo, también son ruines y maléficos. ¡Malditos los faunos del bosque y, malditos los cantores del Mar! Los he oído a veces en las noches, e intentan distraerme de mi rosario. Llaman a mi ventana levemente y ríen y me susurran al oído el cuento de sus placeres peligrosos. Me seducen con sus proposiciones y cuando me propongo rezar me hacen muecas. ¡Te digo que están perdidos, están perdidos!… Para ellos no hay cielo ni infierno y en ninguno lugar podrán alabar el nombre del Señor.
– Padre -replicó el joven Pescador-, tú no sabes lo que dices. Una tarde capturé en mis redes a la hija de un Rey del Mar. Y es más hermosa que la estrella de la mañana y más blanca que la luna. Yo daré mi alma por su cuerpo y renunciaré al cielo por su amor. Contesta mi pregunta y déjame ir en paz.
¡Atrás, atrás! Gritó el cura. ¡Esa muchacha está perdida y te perderás con ella!
Y lo expulsó de la casa parroquial sin darle la bendición.
Con el ánimo en el piso, el pescador se fue a la plaza de mercado y los que allí trabajaban, le preguntaron: ¿qué vendes? El joven les respondió: Vendo mi alma, pues cansado de ella estoy. Y los mercaderes le respondieron: ¿de qué nos sirve un alma? No vale ni una vulgar moneda de plata.
El joven pescador reflexionó para sí: “¡Qué cosa tan extraña!” El sacerdote me dijo que el alma valía más que todo el oro del mundo y los mercaderes me dicen que no vale ni una vulgar moneda de plata.
Luego decidió ir donde una bruja y cuando allí estaba le contó su problema. Ella le dijo que para eso tenían que bailar esa misma noche a la luz de la luna. Esa noche se encontraron en el sitio que ella le había indicado y comenzaron a bailar a la luz de la luna. Del otro lado de los bailarines, se oyó el galopar de un caballo; pero sin que se viera caballo alguno.
Luego observó que bajo la sombra de una roca había una figura que no estaba allí antes; era un hombre vestido con un traje de terciopelo negro. El joven pescador lo observaba como prendido de un hechizo. Finalmente, sus ojos chocaron y donde quiera que bailasen, le parecía que los ojos de aquel hombre estaban clavados en él.
De pronto, un perro ladró en el bosque y los bailarines se detuvieron y fueron subiendo de a dos en dos, para besar las manos del hombre. Mientras lo hacían, una sonrisa se dibujó levemente en sus labios altivos. Pero había cierto desdén en el gesto y los ojos del hombre continuaban fijos en el joven Pescador.
¡Ven! ¡Adorémoslo! – murmuró la Bruja tironeándolo hacia arriba.
El Pescador sintió un gran deseo de hacer lo que ella le pedía y la siguió. Pero cuando estuvo cerca de él, sin saber por qué, hizo la señal de la cruz, invocando el Nombre Santo.
Luego de lo cual, aquel extraño hombre desapareció y la bruja trató de huir también, pero el pescador no se lo permitió.
Entonces ella le dijo:
– Suéltame, pues has nombrado lo que no debía ser nombrado y hecho la señal que no puede mirarse.
Él le dijo que si no cumplía lo que le había prometido, la mataría como a una bruja falsa.
Ella palideció, tomando el color gris lívido de la flor del árbol de Judas y estremeciéndose le señaló:
– Será como quieres. Es tu alma y no la mía. Haz con ella lo que se te antoje.
Ella le dio un cuchillito con mango de piel de víbora verde y le dijo:
– Lo que los hombres llaman la sombra del cuerpo no es la sombra del cuerpo, sino el cuerpo del alma. Ponte de pie en la playa, de espaldas a la luna y con este cuchillo corta, desde tus pies, tu sombra que es el cuerpo de tu alma y ordénale que se vaya. Ella así tendrá que hacerlo.
Su alma, que estaba en su interior, le invocó y dijo: ¡Mira! He vivido contigo durante todos estos años y he sido tu sierva. ¿Qué daño te he hecho? No me has hecho mal alguno, pero no te necesito. –le dijo el pescador y agregó: -El mundo es amplio y hay en él también cielo e infierno y esa oscura morada crepuscular que se tiende entre ellos. Ve donde quieras, pero no me perturbes pues mi amor me llama-.
Se disponía a cortar el cuerpo del alma, cuando su alma le dijo: -Si realmente tienes que arrojarme de ti, no me despidas sin corazón; el mundo es cruel y sin corazón sufriré mucho, tengo miedo.
El pescador le dijo: ¿Con qué podría amar a mi sirenita si te diese mi corazón? Y cogiendo el cuchillito que le había dado la bruja, cortó su sombra alrededor de sus pies.
Antes de partir su alma le dijo:
– Una vez cada año vendré a este sitio y te llamaré, puede ser que me necesites.
Se sumergió en el agua y la sirenita vino a su encuentro, rodeándole el cuello con sus brazos le besó en la boca. El alma, en pie sobre la playa solitaria, los miraba y cuando desaparecieron en el mar, se marchó llorando por los pantanos.
Al cabo de un año, el alma vino a la orilla del mar, el pescador salió, se acercó y tendido sobre el agua, con la cabeza apoyada en su mano, escuchó.
El alma le contó acerca de su viaje por Oriente. Le dijo que a un día de marchar tenía escondido el Espejo de la Sabiduría. El alma le dijo al pescador –Permíteme entrar en ti y serás el hombre más sabio del mundo.
– El amor es mejor que la sabiduría- exclamó el pescador -y la sirenita me ama; se sumergió en las profundidades y el alma se fue llorando por las marismas.
Transcurrido el segundo año, el alma llamó de nuevo al pescador y le contó sobre su viaje por el Sur. El alma le dijo: en un lugar, a solo una jornada de aquí tengo escondido el anillo de la riqueza.
– Permíteme entrar en ti y serás el hombre más rico del mundo.
El pescador riéndose le dijo:
– El amor es mejor que la riqueza y la sirenita me ama; se sumergió en las profundidades y el alma llorando se marchó por las marismas.
Transcurrió el tercer año, el alma llamó al pescador y le dijo que había conocido una posada en la que una muchacha bellísima bailaba con los pies descalzos. Cuando el pescador escuchó esto recordó que la sirena no tenía pies ni podía danzar. Y aceptó. Riendo caminó a grandes pasos hacia la orilla y tendió los brazos a su alma. Esta lanzó un grito de alegría y a su encuentro penetró en él.
Caminaron toda la noche. Cuando llegaron a una ciudad, el pescador le preguntó a su alma si era esta la ciudad donde la muchacha bailaba con los pies descalzos, a lo que su alma le respondió que no era, pero que de todas formas entraran. Al entrar a la ciudad, pasaron por una calle donde había muchas joyerías y el pescador vio una copa de plata que le gustó, entonces su alma le dijo:
– Coge esa copa de plata y escóndela. El pescador así lo hizo y ambos salieron apresuradamente de esa ciudad. Pero luego, el pescador le reprochó a su alma: ¿por qué dijiste que cogiera esa copa si sabías que era una mala acción?
– Su alma le contestó: -¡Tranquilízate, tranquilízate!
Al día siguiente y otro día más, entraron en dos ciudades buscando a esa muchacha. Y en estas dos ciudades, además de que no encontraron a la muchacha, el alma indujo al pescador a golpear a un niño y a matar a un hombre para robarle su dinero. Así lo hizo el pescador, pero luego le reprochaba a su alma. Un día su alma le dijo: – Cuando me arrojaste de ti al mundo, no me diste corazón; así que aprendí a hacer cosas malas y a amarlas.
– El pescador al oír esto le dijo: eres mala: me has hecho olvidar mi amor, me has atraído con tentaciones y has encauzado mis pies por el camino del pecado; y volviéndose de espaldas a la luna trató de recortar el cuerpo de su alma con el cuchillito que le había dado la bruja.
Su alma le dijo: -El hechizo de la bruja no te será útil; una vez en la vida puede un hombre desprenderse de su alma, pero si la vuelve a admitir tiene que conservarla para siempre, y este es su castigo y su premio.
Al comprender su situación, el pescador se desplomó en tierra llorando amargamente. Cuando fue de día, le dijo a su alma:
– Ataré mis manos y cerraré mis labios para que no puedan obedecerte. Luego fue al mar, desató la cuerda de sus manos y quitó el sello de sus labios y llamó a la sirenita, pero ella no acudió a su llamado.
En una hendidura de la roca, el pescador se construyó él mismo una cabaña de zarzo, donde habitó por un año. De mañana, de tarde y de noche, el pescador llamaba a la sirena, pero ella no acudía a su encuentro.
Mientras tanto su alma, siempre que podía, le tentaba con el mal, pero no le vencía: tan grande era la fuerza de su amor.
Y cuando pasó todo un año, pensó el alma: “He tentado a mi dueño con el mal y su amor es más fuerte que yo. Le tentaré ahora con el bien y quizás venga conmigo”. Y el alma le dijo al pescador: – Te he hablado de los goces del mundo y no me has prestado oído. Permíteme hablarte ahora sobre el dolor del mundo y puede que quieras escucharme. Pues en verdad el dolor es el señor del mundo y no hay nadie que escape de sus redes. Le habló de todos los sufrimientos del género humano y agregó:
– Ven, vamos a remediar esas cosas. ¿Por qué sigues llamándola si ella no responde a tus súplicas?
El joven no contestó nada, pero todos los días, mañana, tarde y noche, a la orilla del mar llamaba a su sirenita: tan grande era su amor. Nunca salió ella a su encuentro.
Transcurrido el segundo año, el alma le dijo al pescador:
– Te he hablado del bien y el mal, pero tú no me haces caso. No te tentare más, sólo te pido que me dejes entrar en tu corazón. El pescador accedió, pero cuando el alma llegó a su corazón exclamó: ¡ay! No puedo hallar sitio por donde entrar: tan rebosante está tu corazón de amor. Sin embargo, quisiera poder ayudarte –dijo el pescador a su alma y de repente, vino un gran grito de duelo del mar.
El joven pescador corrió a la orilla del mar y a sus pies vio tendido el cuerpo de la sirenita. Muerta a sus pies yacía. Llorando como quien está profundamente conmovido de dolor, se arrojó, besó el rojo frío de su boca y acarició el aguzado ámbar de sus cabellos.
El negro mar se acercaba y su alma sintiendo miedo le dijo: -Retírate, pues puedes morir.
El joven pescador llamando a la sirenita dijo:
– El amor es más grande que la sabiduría y las riquezas; el fuego no puede destruirlo ni puede el agua apagarlo. Yo te llamé muchas veces, pero tú no me respondías, pues yo te abandoné malamente. Y ahora que estás muerta, quiero, en verdad, morir contigo.
Cuando él supo que era su fin, besó con labios enloquecidos los labios fríos de la sirena y su corazón se despedazó en su interior. Y a causa de ello, la plenitud de su amor destrozó su corazón y el alma encontró una entrada y penetró en él y, como antes, fue una con él. Y el mar cubrió al joven pescador con sus olas.
A la mañana siguiente le tocaba al sacerdote bendecir el mar, pues había estado muy agitado, pero al ver al pescador y a la sirena a la orilla del mar muerto dijo: ¡No bendeciré el mar ni nada que en él haya! Y en cuanto al que por amor olvidó a Dios, coged su cuerpo y el de su amante y enterradlos en el recodo del Campo de los Bataneros y no pongáis encima ninguna señal para que nadie pueda saber el lugar donde descansan. Pues malditos fueron en vida y malditos serán también muertos.
Y la gente cavó un hoyo profundo y depositaron los dos cadáveres.
Transcurrió el tercer año, un día de fiesta en el que el sacerdote tenía que dar la misa encontró el altar cubierto de flores extrañas, que lo hicieron sentirse contento sin saber por qué.
Tenía pensado hablar ese día sobre la ira de Dios, pero la belleza de las flores blancas le turbaba y otras palabras vinieron a sus labios sin saber por qué.
Cuando terminó de hablar, la gente lloraba y mirándoles les preguntó qué flores eran las que estaban puestas sobre el altar. La gente le respondió “que no sabían que flores eran, pero venían del recodo del Campo de los Bataneros”.
Al llegar la mañana, el sacerdote fue a la orilla del mar y bendijo el mar y a todos los seres indómitos que había en él. Bendijo también a los faunos y a los pequeños seres que bailan en la selva. A todos los seres del mundo bendijo y la gente estaba llena de alegría y asombro. Sin embargo, no volvieron jamás a crecer flores de ninguna especie en el recodo del Campo de los Bataneros, ni volvieron los hijos del mar a la bahía como solían hacer, pues fueron a otro paraje del mar.