Por Lida Prypchan
En una revista de modas apareció un artículo sobre la depresión en cuya introducción podía leerse: “Cómo volver a ser feliz”. Para encontrar de nuevo la felicidad el autor del escrito recomendaba, aparte de hacer una buena dieta y cuidarse del uso de estimulantes, “efectuar diariamente una corta y rápida caminata o nadar 50 mts. en una piscina para mejorar la proyección de su vida”.
¿Cómo la felicidad, considerada inexistente por los filósofos, se puede resolver con una caminata o un chapuzón? Superficial el enfoque ¿cierto? Además, las razones para sentir tristeza o alegría varían en cada individuo: depende de los gustos, del enfoque que se tenga de la vida, de la edad, de las características del entorno, de los problemas y necesidades personales, entre otros factores.
Para un oriental, un momento de felicidad puede ser algo que un occidental no logra percibir y viceversa. El dramaturgo español Jacinto Benavente dijo alguna vez: “La felicidad no existe en la vida. Sólo existen momentos felices”. Buscar algo inexistente, como el caso de la felicidad, es tan absurdo como pretender que todos los habitantes de un país estén contentos con el régimen político del momento.
Siguiendo este orden de ideas es utópico pensar que nunca estaremos tristes; incluso puede suceder que lleguemos a pensar ante una desventurada experiencia que nunca más nos volveremos a sentir alegres.
Sin embargo, existen personas felices a pesar de que la felicidad no existe. Aparentemente las personas que son felices son aquellas en cuya estructura mental no existe la palabra “análisis”, es decir que para lograr la felicidad bastaría con no analizar nada. Esta aseveración concuerda con lo que algunas personas dicen sobre la felicidad: “sólo son felices los idiotas, los que no tienen conflictos o que tal vez los tienen, pero no están enterados de ello”. ¡Y La Tierra está poblada de individuos como los descritos!
El problema lo tienen quienes se hacen preguntas sobre su existencia, sobre la vida y, por lo tanto, los que tienen conflictos. Y son precisamente estos últimos los que conocen la alegría de descubrir cosas grandes, experimentar la grandiosidad de la vida en sí o sentir la más profunda decepción de la misma, pero después de recorrer su camino y analizarla.
Si todos los seres humanos fuesen felices, fuesen personas sin conflictos, la literatura no hubiese existido. En relación a esta aseveración la escritora francesa Simone de Beauvoir en su libro “La mujer rota” escribió: “La gente feliz no tiene historia. En el desconcierto, la tristeza, cuando uno se siente quebrantado o desposeído de sí mismo, experimenta la necesidad de narrarse”.
Es indudable que todos nos procuramos de alguna forma momentos felices y consagramos nuestra vidas a aquello que nos hace sentir mejor. Algunas personas encuentran gran satisfacción salvándole la vida a otros seres vivos o dedicándose al arte o a la religión o, en muchos otros casos, haciendo grandes sacrificios, esperando con ello realizar un último deseo.
Sobre este último caso, hay un relato de un joven santo que se propuso renunciar a todos sus deseos hasta lograr la aptitud necesaria para ir desde Polonia a Roma, y contemplar a Su Santidad. Después de muchos años de sacrificios, sintió su corazón limpio de todo anhelo personal y caminó leguas y leguas por llanuras y colinas hasta que se vio a las puertas de la Ciudad Eterna (su más anhelado sueño).
Ya a punto de entrar, recapacitó y se dijo: “yo que me he negado tantos placeres ¿no coronaré mi piedad negándome a mí mismo la entrada a Roma y la contemplación de la cara del Santo Padre?” Y se volvió víctima de su hábito, desandando el camino hasta la aldea de donde había partido. Añade la historia que, cuando se vio de nuevo en su casa, su cerebro se deshizo y fue durante el resto de sus días un maníaco furioso.