Por Lida Prypchan
Con relativa frecuencia, hay preguntas que se quedan sin respuestas. También con cierta frecuencia, cuando hay respuestas, no hay quien las oiga o parecen pasar desapercibidas. Una cosa es la linda experiencia de tener un hijo, y otra cosa es convertirse en padres y estructurar y educar niños.
Los padres a menudo se quejan de la televisión. Cuando se plantean de manera crítica: ¿dejar a sus inocentes niños ante tan mala influencia? Lo hacen engañándose a sí mismos, escamoteando la verdad de que sin ella los padres de hoy no sabrían cómo soportar a sus niños; siendo sinceros los padres tienen que reconocer que sin televisión, no tendrían un minuto de tranquilidad.
Además, como suele suceder, si la crianza de los niños es causa de molestia y sus relaciones con los adultos se deterioran, siempre se puede echar la culpa a los programas de televisión.
También se puede trasladar la responsabilidad al Estado porque no obliga a las cadenas televisivas a generar una programación plenamente educativa y edificante.
“La televisión es responsable de la violencia juvenil” es una semi-verdad frecuentemente repetida.
En su columna llamada “Reloj de Arena” del cotidiano de circulación nacional venezolano “El Nacional”, el filósofo, psicólogo y educador Ignacio Burk, publicó, a inicio de los años ’80, un análisis que permite sacar conclusiones propias sobre este tema.
Se sabe, por muchos estudios efectuados, que en realidad la televisión incrementa la agresividad humana desde la misma infancia. Aunque no sólo afecta a los niños, pues lo hace igualmente con los adultos.
Cabe recordar que en el Congreso Latinoamericano de Psiquiatría (APAL), realizado en Caracas, Venezuela, en 1979, el entonces presidente de la República Luis Herrera Campíns, en su discurso inaugural expresó su preocupación ante el problema de la violencia e hizo hincapié en el hecho que los programas televisivos nocturnos eran tradicionalmente de violencia, miedo y terror.
Se preguntaba cómo dormirían aquellas personas después de recibir esa dosis de violencia.
Regresando a la influencia de la televisión en los niños, Ignacio Burk expresa que lo ideal sería que el hogar del niño desconociera y repudiara la agresión, que los padres conversaran directamente con los hijos lo que habían visto en la programación televisiva, qué habían admirado y qué habían rechazado.
Si esto ocurriese, la TV podría producir beneficiosos efectos educativos, por más que reflejara la violencia y los hechos repudiables de la realidad social.
Pero, ¿cuántos padres se sientan con sus hijos a discutir los programas, a enseñarles a interpretar los programas? El meollo del asunto es evolucionar para convertirse en padres responsables y preparados.
Ante la violencia televisiva, se enfrentan dos corrientes extremas. Una condena la televisión, sobre todo la comercial, por las secuelas de brutalidad, sexo desenfrenado, y cocina mental de estupefacientes. La otra defiende, con igual fervor, el consumo óptico de violencia y sexo como sana y necesaria purgación que libera al sujeto de su carga de agresividad que día a día va acumulando en la vida.
De estas teorías se derivan cuatro posiciones
La primera señala que los niños que observan conductas violentas, las aprenden cognitivamente y las retienen durante algún tiempo.
La segunda teoría supone que el consumo ocular de violencia excita a las personas que son habitualmente pacíficas, pero apacigua a los que suelen ser violentos. El aumento de la agresividad está en razón inversa a la presión de las frustraciones represadas del sujeto.
La tercera posición es de quienes piensan que brutalidad y violencia, lejos de determinar imitación, más bien suscita repulsión.
Por último está la teoría que dice que el constante consumo de violencia audiovisual embota la sensibilidad. Llega el momento en que, tanto para adultos como para niños, el mirar a sus anchas las truculencias televisadas es productivo para que cojan fortaleza, estén preparados y más adelante puedan enfrentarse “tranquilos y sin nervios” a un mundo feroz y cruel.
Finalmente Burk concluye que los individuos criminalmente agresivos no son engendros de la TV únicamente, hay dos factores más importantes que son: un ambiente familiar y sociocultural profundamente deteriorado y la temprana estructuración antisocial de la personalidad.
Además, la programación para niños no es tan “natural” como se cree. “Natural” sería que los niños fuesen guiados al respecto por sus padres, pero lo impide el foso de la incomunicación generacional que se ha hecho infranqueable.
Crece al margen de la vida y la profesión de los suyos. No le dan la oportunidad de identificarse con personajes reales, tales como sus familiares y parientes que podrían ser admirados por ellos. Para satisfacer su necesidad de modelos, la televisión les ofrece personajes irreales y fantasiosos.
Esta toma de posesión de la mente infantil que opera la televisión por motivo de negocios, tal vez de ideología, podría ser más grave y perniciosa que sus escenas de violencia.