Una y otra vez María tenía que soportar la decepción de ver salir de casa las joyas
que elaboraba su marido por encargo de quienes las podían pagar
El montaje de piedras preciosas era la especialidad de un joyero – un hombre enfermizo – llamado Kassim. Él tenía una esposa joven, bella y apasionada, pero lastimosamente de origen callejero. María – ese era su nombre – había aspirado a un enlace prominente, pero después de esperar y esperar, llegada la edad apropiada aceptó a Kassim como esposo, temerosa de no lograr el anhelado matrimonio. Soñaba casarse con un hombre de fortuna, pero sus sueños tuvieron que esfumarse.
En amargo se convirtió su corazón y su diario quehacer consistía en observar con mirada fija el oficio de su esposo y luego, seguir con la vista tras los vidrios de las ventanas al transeúnte de posición más elevada que la suya que podía pagar el trabajo encargado a su marido.
La mayor decepción matrimonial de María era ver salir de casa las joyas que elaboraba su marido por encargo de personas afortunadas que podían pagarlas.
¡Ella deseaba con intensidad extrema lucir las joyas que su esposo – el artista – elaboraba! Kassim trabajaba incluso los domingos y al acostarse le daban accesos de tos y sentía fuertes puntadas en un costado. A ella nada de eso le importaba. Disfrutaba probándose los encargos que le hacían al marido.
Su reacción a menudo, era encerrarse en su habitación a llorar. Kassim escuchaba sus sollozos; entraba en la habitación para repetirle una y otra vez “hago cuanto puedo por ti”. El desaliento de María empeoraba con sus palabras y Kassim se reinstalaba en su banco de trabajo.
De tanto escuchar sus sollozos, cansado, ya ni se levantaba del banco para consolarla. Como escape Kassim se dedicaba más y más a su labor. Por suerte él contaba con su trabajo. María posaba su mirada cada vez más fijamente en las manos de su esposo y él tranquilo y mudo seguía.
De cuando en cuando María lo insultaba y como respuesta Kassim le decía: “¿No eres feliz conmigo, María?” Y su mujer le respondía: ¿Y quién puede ser feliz contigo?
Su pasión por los inmensos brillantes aumentaba con el tiempo. Diálogos deseosos se desarrollaban entre ellos en torno a las prendas preciadas por ella. Cuando finalizaba la tarea, María que esperaba ansiosa, se probaba las joyas y al obtener de su consorte las mismas palabras de siempre salía corriendo a su habitación a llorar.
Un día dio rienda suelta a sus deseos locos de exhibirlas y sin el consentimiento de su esposo se adornó con unas joyas encargadas y las llevó sobre ella para una gala en el teatro. Kassim con angustia le suplicaba que no lo hiciera, que reflexionara, que iba a perder sus clientes de confianza, ya no creerían en su honestidad.
Al regresar del teatro María colocó la joya sobre el velador. Kassim desconfiado la tomó, fue al taller y la guardo bajó llave; ella, rabiosa, le preguntó si la consideraba una ladrona. Como respuesta él le dijo que sólo había sido imprudente. María durmió pero su marido no.
Un día le entregaron como encargo para montar, el solitario más admirable que hubiera pasado por sus manos. María casi enloqueció cuando lo vio. Se encaprichó con el brillante y le suplicaba a Kassim que lo montara para ella. Él después de muchas súplicas le dijo: “Si, es para ti; espera un poco que pronto estará listo”.
A las dos de la mañana el joyero terminó de montar el solitario. Se dirigió a la habitación y su esposa dormía plácidamente boca arriba, regresó al taller. Ya en la habitación nuevamente, observó el seno casi descubierto de su esposa y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón parcialmente desprendido. El rostro adquirió una dureza de piedra y hundió el solitario entero en el corazón de su mujer.
¡Brusca apertura de ojos seguida de lenta caída de parpados! ¡Nada más! Desequilibrada, la joya tembló un instante. Quedó inmóvil el solitario y, cerrando tras de sí la puerta, el paciente Kassim se retiró.