Por Lida Prypchan
La Tumba Circular
Aunque parezca mentira, la ciencia avanza, pero nadie se atreve a profundizar en la fiera humana
Escuchen bien, dijo el hombrecillo de traje gris frunciendo el ceño: ¿Civilización? Freud se reía de todos aquellos que negaban la existencia de la fiera que lleva el hombre por dentro. Me refiero a esto, porque fui espectador de la transformación de un hombre bueno y caritativo, en un ser vengativo.
Se trataba de un ciudadano anglosajón, que nos hacía pensar en un ser poco emocional, o por lo menos, eso era lo que demostraba. Hablar de él, significaba mostrarlo como un hombre que poseía dentro de sí tres amores: su hija Lucy, la música y la justicia.
Su hija se enamoró de un atleta que se burló de sus sentimientos y, por esta razón, la muchacha se ahorcó. Tenía 16 años cuando lo hizo. Él por su parte, contrató un detective privado para que averiguara las razones que habían conducido a su hija al suicidio. Fue así como se enteró del móvil del desgraciado suceso, quién era el atleta, qué hacía, etc.
Entre varios sucesos notorios, supo que un año antes del suicidio de su hija, otra chica, por igual motivo había puesto fin a su existencia, pero utilizando diferente medio: el envenenamiento.
Un representante de una cultura latina le hubiese pegado un tiro al culpable de la muerte de su hija, pero dense cuenta, que nos hallamos ante un ciudadano anglosajón, parco y bastante reservado en la expresión de sus emociones.
Él en cambio diseñó y llevó a cabo un plan maquiavélico con la intención de vengar la dolorosa desaparición de su hija, un plan que llamó “La Tumba Circular”.
El procedimiento fue el siguiente: alquiló un apartamento en el último piso de un gran edificio, cambió su identidad – Morton era el nombre elegido-, también se hizo pasar por un importador que tenía muchos asuntos en el extranjero y debía hacer frecuentes viajes que en ocasiones podían durar varios meses.
Notificó al conserje y al administrador del edificio que en su apartamento habían muchos objetos de valor y que, por ningún motivo, ninguna persona debía entrar allí.
En su apartamento, acondicionó una habitación-estudio para sus fines: instaló un aire acondicionado, colocó un televisor que estaría prendido día y noche, ubicó una mesita en la que puso pan y agua, instaló en una pared una larga cadena gruesa de la que pendía una argolla de hierro en el extremo que iría alrededor del tobillo del joven atleta, cuyo nombre era David.
Como parte del plan, se procuró algunos papeles comerciales con membretes falsos y, en uno de ellos, escribió un mensaje a David, ofreciéndole un empleo con un sueldo magnífico en una empresa inexistente. David, emocionado, contestó rápidamente a la dirección de correo señalada en la oferta de empleo.
Seguidamente Morton lo llamó por teléfono y acordaron tres cosas: 1. – se reunirían ambos en un restaurante de renombre, 2. – que David llevaría su automóvil. 3. – que él no comunicaría a nadie sobre el empleo que le había sido propuesto, ni el día ni la hora de la reunión.
Imaginémoslos después de cenar, dirigiéndose al apartamento que alquilado como parte del plan. Una vez allí, Morton le sirvió un trago que tenía un somnífero; David cayó rendido rápidamente.
El amargado padre le quitó al deportista los zapatos, la correa y le vació los bolsillos, metiendo en uno de ellos una nota sugestiva que en unos instantes referiré. La habitación-estudio tenía una particularidad: era circular y además había sido construido prueba de ruidos.
Del carro fue muy fácil deshacerse, lo dejó en un estacionamiento muy concurrido y, al cabo de dos días, los ladrones habían hecho presencia y acto seguido ejecutado su trabajo.
Finalmente David se despertó con un fuerte dolor de cabeza y una molestia en el tobillo; enseguida se percató que alrededor del mismo tenía una inmensa argolla que presionaba y limitaba sus desplazamientos. Inicialmente reflexionando quiso pensar que se trataba de una broma pesada por parte de Morton.
Después de un rato encontró, en uno de sus bolsillos, la nota de Morton que decía así: “lo siento viejo, pero tengo que irme; le ruego que sea mi huésped hasta mi regreso. Le dejo pan y agua. Estaré ausente bastantes días. Póngase cómodo hasta mi regreso”. Su vida consistió desde ese día, en comer pan, beber agua, ver televisión y levantarse con una sensación que se encontraba en una tumba circular.
Se me olvidaba decir, que se cansó de gritar sin que una sola alma de ese edificio lo escuchara. Supongo que habrá llorado y pataleado sin conseguir nada. Sé que un día llegó Morton, con un cargamento de pan y agua para su lindo presidiario. El joven se hallaba en un sueño profundo y, se notaba que había sufrido en exceso y, lo peor: sin saber por qué un empresario de aspecto bonachón, podría querer mortificarlo de esa manera tan cruel. David murió, no sé en qué fecha, pero Morton se quitó de encima un dolor profundo.
La venganza es común en todos los niveles, la formulación más exacta de ella la leí en un libro de un polaco, que llevaba por título El Pájaro Pintado: “uno tiene que vengarse hasta el punto de no sentir el peso que nos agobia. Si nos hacen algo que no nos duele, la venganza no tiene sentido; pero si aunque sea, por una cosa insignificante, sentimos el desgarramiento de una fibra sensible de nuestro ser, nos convertimos en fieras salvajes”.
Hay dos caminos: 1. – nos desahogamos pagando con el mal, 2. – nos quedamos con nuestro dolor y, con la venganza frustrada, que se marchita con el tiempo convirtiéndose en amargura.
¡Cómo nos conocía Freud y cómo nos conocen los psicólogos! Y aunque parezca mentira, la ciencia avanza, pero nadie se atreve a profundizar en la fiera humana.
¡Es horrible estar presente en los espectáculos de las bajas pasiones humanas! Supone muchas veces volverse loco, buscando soluciones para los demás y, olvidarse de uno mismo que también es mitad humano y mitad fiera.