Por Lida Prypchan
Leonardo Da Vinci fue uno de los hombres más grandes del Renacimiento Italiano, un genio polifacético, cuyos límites sólo podemos sospechar y nunca fijar -como dijo Buckhardt-. Ejerció la más intensa influencia sobre la pintura de su época. En cambio, sólo en la actualidad, se ha llegado a reconocer la grandeza del investigador físico que se enlaza en el artista.
Además, fue citarista, constructor de nuevos instrumentos musicales, gran conocedor de arquitectura o ingeniería militar, en fin un hombre con múltiples aptitudes. Vivió aislado de sus contemporáneos, lo consideraban un enigma, un chiflado por perder su tiempo en investigaciones en vez de dedicarse a pintar los cuadros que le eran encargados.
En cuanto a su actividad pictórica, muchos le critican su inconstancia; se cuenta que subía al andamio en las primeras horas del día y trabajaba en sus cuadros sin descanso hasta el anochecer, no recordándose ni siquiera de tomar alimento, pero luego pasaban semanas que no pintaba en absoluto.
Además de la genialidad que poseía, era un hombre esbelto, de rostro hermoso, fuerza física, nada común; encantador en su trato, alegre, afable y elocuente; amaba todo lo bello, se adornaba de magníficos trajes y estimaba todo refinamiento de la vida.
Estos son algunos de los detalles que se poseen sobre la vida de Leonardo, los que nos cuentan los biógrafos menos arriesgados, más cobardes. E. Solmi, en su biografía sobre Leonardo, nos permite conocer un poco la intimidad de este enigmático artista del Renacimiento.
De esta biografía, poseemos dos frases sumamente interesantes que desenmascaran un poco el enigma que siempre lo encubrió. Con estas frases, no se pretende derrumbar la imagen que se tenga de Leonardo, sino, por el contrario, permitir que se le conozca y amarlo tal cual era.
Poco o nada se sabe de la vida sexual de Leonardo. En sus diarios, no se encuentran estudios sobre el amor, ni sobre la pasión, no hace mención a ninguno de esos temas, posiblemente, por considerarlos de poca o ninguna importancia. Pero los estudios que se han hecho sobre su personalidad revelan que no tuvo vida sexual: es dudoso que haya tenido alguna vez entre sus brazos a una mujer; tampoco, por lo que se sabe, se cree que haya tenido alguna pasión platónica.
En esta biografía de E. Solmi, a quien nombré líneas atrás, aparece una frase que demuestra la gran repulsión que Leonardo sentía por el sexo; dice así: “el coito y todo lo que con él se relaciona es tan repugnante, que la Humanidad se extinguiría en breve plazo si dicho acto no constituyera una antiquísima costumbre y no hubiera aun rostros bellos y temperamentos sensuales”.
Esta “antiquísima costumbre” nos revela su repulsa sexual, y al nombrar “rostros bellos y temperamentos sensuales: se refería, posiblemente, a esos jóvenes con los que frecuentemente se reunía, tomaba como discípulos y, como costumbre de la época, vivían con él.
Existe otra frase de Leonardo, en la que se afincó Freud cuando quiso estudiar el desarrollo anímico de Leonardo, y dice así: “No se puede amar ni odiar nada si antes no se ha llegado a su conocimiento”. Ante esta frase, Freud concluyó que Leonardo había sustituido, en vista de su repulsión sexual, la pasión por las ansias del saber; se entregó con el afán que desboca un enamorado por una mujer a la investigación científica y la actividad pictórica, que tan brillantemente desempeñó.
Esa última frase, y de ello tuvo que darse cuenta Leonardo, era falsa en el caso específico de la forma de obrar del ser humano. Los hombres no se detienen a meditar si el objeto que atrae su atención cumple 40 requisitos; hay una especie de impulso, una aceptación que anuncia la llegada repentina de un sentimiento, ya sea amor u odio. Leonardo solía decir que eso que los humanos llamamos amor no es amor justo y perfecto, que se debe retener al sentimiento, analizarlo, someterlo a un contraste intelectual y, posteriormente, si el objeto de nuestro estudio sale triunfante de nuestro examen, lo amamos o sino pues lo abandonamos.
Leonardo fue más allá del amor y el odio ya que ni amaba ni odiaba, sino que se preguntaba cuál era el origen de aquello que había que amar u odiar y cuál era su significación. Convertía los sentimientos en su interés intelectual objetivo.
En sus recuerdos infantiles, está la clave de esta actitud ante la vida, el por qué rehusó al sexo, el por qué de la enigmática sonrisa de la Mona Lisa, la base de las dos frases citadas en este artículo.