Por Lida Prypchan
George Orwell (1903-1950), seudónimo de Eric Blair, ensayista y novelista, nacido en India y educado en Inglaterra, después de algunos libros de relatos casi documentales y de la sátira política “Rebelión en la granja” (1945) que trata sobre la corrupción que engendra el poder, publicó en 1949, un año antes de morir, su novela más popular: “1984”, una ficción de carácter político que es la alucinante visión del futuro sometido a un gobierno totalitario, obra que ha tenido enorme resonancia en todos los países.
Orwell nos presenta en su escalofriante profecía, al mundo del futuro dividido en tres grandes estados totalitarios: Oceanía, Eurasia y Estasia o Asia Oriental. Obviamente, se refiere a la distribución del globo en tres vastos dominios de influencia política, cuyas directrices están centralizadas en Washington, Moscú y Pekín.
El escritor, en su ensayo en forma de novela – o novela en forma de ensayo – tiene como protagonista a Winston Smith, habitante de Oceanía, un hombre de 39 años de edad que está en contra del poder monstruoso, manipulador y aplastante de un sistema político que prohíbe la oposición, carece de elecciones, concentra la autoridad en una persona (figura carismática) respaldada por un partido único y, que refuerza su poder con la propaganda y el control de la información y de los medios de comunicación social.
Se trata, en pocas palabras, del aniquilamiento del individualismo y del poder para homogeneizar el comportamiento de las masas para que sean fácilmente manipulables. Homogeneizar por medio del terror: es la base de este tipo de régimen. Es un estado policíaco, que ha llegado a apoderarse de la vida y la conciencia de todos sus súbditos, interviniendo en las esferas más íntimas de los sentimientos humanos.
¿Oposición? Está prohibida. Para ello, la fructífera imaginación de Orwell, escenifica una potencia como lo es Oceanía, en la que por doquier se encuentra la “telepantalla” que constituye un tipo de vigilancia audiovisual. El más mínimo susurro es captado por ella, cualquier ligera expresión de desdén que emerge como producto del desacuerdo con el régimen, es acaparada y tomada muy en serio por ésta.
Resulta inadmisible querer burlarla, es decir, es imposible no estar bajo su vigilancia. La autoridad está concentrada en un partido único y, el representante es El Gran Hermano, de quien hay – en muchos y estratégicos lugares – cartelones que contienen su enorme rostro; es uno de esos dibujos realizados de tal manera, que los ojos siguen a los transeúntes donde quiera que vayan. Y al pie de este sugestivo cartelón, versa la siguiente e hipnotizante sentencia: “El Gran Hermano te vigila”.
Por supuesto, poseen otras maneras de coartar a su ya adormecida masa: la policía del pensamiento. Una preparadísima propaganda, basada en los instintos irracionales del hombre, que nos hace recordar el estilo propagandístico de Hitler y el control de los medios de comunicación social.
Y cuando este poderoso monstruo de terror, no logra la sumisión de las masas, proceden por medio de la tortura a practicar el “lavado de cerebro”. La tortura es única para cada individuo, porque la telepantalla ha ido espiando los gustos y disgustos de cada individuo y, de esta manera, conoce a la perfección cuál es la forma de causar dolor o la sensación más desagradable, para así conseguir su objetivo: que el individuo termine adorando al Gran Hermano, el mismo que antes odiaba.
Como es de suponerse, el protagonista Winston Smith, está en contra de ese régimen de mentiras y terror. Sueña con pertenecer a un grupo de revolucionarios y poder vivir libre. El régimen le tiende una trampa haciéndole creer que entra a formar parte de una organización revolucionaria. El protagonista y una aliada, su compañera, son espiados por la telepantalla y la policía del pensamiento, y un buen día son capturados.
Juntos caen en las redes de hierro de la policía del pensamiento y de los magos de la tortura – los mismos que les dieron engañosamente acceso al grupo de revolucionarios – quienes les lavan el cerebro con ideas y corriente eléctrica para salir idiotizados, sin más remedio que rendirle culto a El Gran Hermano.
“1984”, no es una novela para pasar distraídamente las horas muertas. Los problemas sociológicos que Orwell plantea en su novela, son dignos de meditarse con detenimiento.