Por Lida Prypchan
Hay ausencias que persiguen a lo largo de la vida. Se convierten en una cruz que se lleva a cuestas porque cada mañana se presenta como un fantasma exhortando. Los lugares se tornan sin sentido, las personas por más interesantes que sean no dan la talla a las exigencias personales.
Cuando una relación se ha cultivado, la inteligencia nos hace saber hasta dónde llega la debilidad propia, hasta dónde se está encadenado a alguien y cuáles son esas cadenas: el conocimiento mutuo, la comunicación, el amor en cualquiera de sus formas. Se logra una compenetración difícil de olvidar que deja una huella profunda que transforma el interior en una gruta en la que no es fácil ofrecer cobijo a otros seres.
La vida es tan extraña y da tantas vueltas. La ausencia puede ser tan terrible que en ocasiones se acepta cualquier tipo de relación con tal de alejarse de ella.
Soy creyente del destino y sé que las casualidades no existen: toda casualidad es una cita, quizás puede que estén en otras ciudades, pero persiguen. Y quien no cuenta con la presencia de ese ser amado, hay que compadecerlo porque la ausencia no perdona: calles, voces, miradas, palabras, amaneceres, risas…
No puedo dejar de citar un poema de Borges que dice:
“…Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde”.