UN SENTIMIENTO INJUSTIFICADO

Por Lida Prypchan

La envidia es la peor de las pasiones. El envidioso no es frontal. Ante las calumnias de los envidiosos la gente suele encolerizarse, lo mejor es pensar que la envidia incluye reconocerse inferior, ser sombra de algo o de alguien, encontrarse en desventaja. Hasta podríamos inferir que debe ser muy triste no generar envidia.

Creo que a mayor superación personal, menos probabilidades hay de sentir envidia y, más probabilidades de admirar las capacidades ajenas: el hombre grande huele, presiente o intuye lo grande.

La calidad humana impregna todas las acciones de la vida. Quien sólo tiene vileza en su interior sólo puede dar en retorno lo mismo. Por más que la disimule ella contamina su forma de mirar, también el logro de sus objetivos.

Entre W. A. Mozart y Antonio Salieri existía la típica relación envidiado-envidioso. El primero era un genio infantil: obraba con la inconsciencia, la rebeldía de un niño, desconocía  las trabas mentales de los seres viles; Salieri en vez de dedicarse a su trabajo, se obsesionó con Mozart, se comparaba contantemente con él y se aliaba con otros para entorpecer su camino; hasta llegó a aprovecharse de su enfermedad y pobreza para matarlo con un Réquiem, que a mi juicio es lo mejor de su obra.

Pero también su envidia lo condujo a la mediocridad, al sufrimiento y a la locura, que no era locura sino complejo de culpa. Lo mató  su conciencia. La envidia es una pasión tan oculta, tan irracional, que por más que se trate de esconder siempre surge.

Por haber sido víctima de un envidioso, voy a relatarles mi experiencia.

Las circunstancias nos reunieron. No me lo explicaba, pero yo sentía que él rabiaba al escuchar mi voz, pero no se atrevía  a intervenir. Al cabo de un tiempo empezó  a crear descontento a mí alrededor. A partir de ese momento, no hice más que evitarlo.

Su mirada se tornó recelosa. En cada uno de mis actos veía una canallada. En una oportunidad, llegó a hacerse amigo de la mujer que sería mi suegra, para desvirtuar en ella mi imagen. Desde entonces, esa señora pasó a la historia de mi vida, junto a su hijo.

Lamenté esa pérdida: él era saxofonista y me llevaba serenatas a la luz de la luna, yo quedaba extasiada ante las melodías que brotaban de ese instrumento;  fue precisamente él, quien me estimuló para aprender a tocar las maracas. Al cabo de unos de meses de iniciar nuestra relación, habíamos formado un conjunto musical cuyo nombre era: “Amor, Rock y Maracas”.

Después de separarnos yo soñaba con dar conciertos y, pensaba incluir algunas de las canciones que juntos habíamos compuesto, como por ejemplo: “Si no se hubiese interpuesto tu madre” y, otra muy linda, “No discutamos”. Estas canciones dan prueba de la turbulencia de nuestro amor.

Fue mejor que ese romance terminara, yo no podía continuar tocando las maracas… me interrumpían mis estudios, no me dejaban escribir, ni leer. ¿Y qué mortal se puede ganar la vida tocando maracas?  El joven envidioso hizo lo imposible por sacarme de quicio y a mí, mientras tanto, me preocupa mucho su salud mental, porque de tanto convivir con pacientes psiquiátricos, he aprendido a simular cordura, aún en mis momentos de mayor locura.