“Escribo esto hoy. Mañana sería distinto a causa de lo que hoy ignoro.
Pero si esperara a saberlo todo, jamás lo escribiría”.
Arno Stern
¡Definitivamente – me dije – lo que estemos leyendo nos influye de manera singular! Súbitamente, y gracias a la memoria, nos encontramos uniendo ideas que siempre nos parecieron aisladas resolviendo de esta manera algunos enigmas internos.
Me encontraba leyendo sobre la muerte, no porque estuviera planeando un suicidio espectacular que me hiciera famosa, ni porque estuviera maquinando el crimen perfecto – tan perfecto que ni yo misma me enterara-, tampoco porque mi inconsciente manifestara un deseo de morir o una mórbida atracción por la muerte. Me encontraba leyendo sobre la muerte porque quería escribir sobre la Eutanasia.
La definición del término “el arte de procurar una muerte confortable” fue lo único que leí del tema después de haberme acercado a las consideraciones que muchos han hecho sobre la muerte. Posterior e inmediatamente, me vino a la memoria una película futurista que me contaron cuando yo tenía doce años, en la que se planteaba la posibilidad que al morir todo ser humano podría revivir sentimientos agradables por medio de un film o de una pieza musical.
Siempre me imaginé – y aún ahora persiste en mí esa imagen – una habitación inmensa, cómoda, decorada con muy buen gusto, con luz tenue, una butaca, algunas sillas, al fondo una pantalla de cine, y cubriendo el techo y las paredes miles de cornetas pequeñas.
Ante tal imagen mis interrogantes eran y siguen siendo ¿habrá logrado la Ciencia, para ese momento del futuro, vencer el dolor físico de forma que todos podamos escoger las experiencias sensoriales de nuestras últimas horas de vida? En cuyo caso ¿cuáles serían las exigencias del ser humano tomando en cuenta que cada persona, cada habitante de la Tierra, es único?
Me imagino que en un principio sólo existirían las dos formas antes citadas. Posteriormente se implantarían nuevas, sofisticadas y excéntricas maneras de morir plácidamente. Pero situándonos en este principio ¿cuántos irían solos y cuantos irían acompañados? ¿Cuántos decidirían morir sufriendo pudiendo morir llenos de gozo? Y la incógnita que queda girando en mi cabeza: cómo nos sentiríamos mientras hacemos fila para entrar – de existir algún día ésta posibilidad – cuando nos digan ¡El próximo, por favor!