El hombre contemporáneo se jacta de vivir en una civilización científico-técnológica. Está convencido que le ha tocado vivir una situación histórica privilegiada que marcha hacia la consecución de una humanidad feliz y sin conflictos.
Siguiendo este orden de ideas el hombre contemporáneo visita el consultorio de un médico con la misma actitud con que lleva su vehículo a reparación o su televisor a un técnico, es decir, trata su propio cuerpo como una máquina. En conclusión, el hombre de nuestra época es un fanático de la tecnología.
En efecto, los descubrimientos científicos y los adelantos tecnológicos desde hace poco más de un siglo hasta nuestros días han sido algo verdaderamente extraordinario. Sin embargo acontece, que la división de un saber tan amplio no le permite a la ciencia tener una visión de conjunto, y lo peor es que la filosofía ha sido apartada casi al punto del olvido. El conocimiento se estudia sólo desde el punto de vista de su utilidad técnica, se estudia fraccionadamente, separándolo de una visión total del mundo y, por ende, viene a quedar desposeído de su verdadero carácter científico.
Caso semejante le sucede al científico: se deja arrastrar por el ambiente que pide utilidad, se empobrece espiritualmente, pierde originalidad y el verdadero anhelo por la búsqueda.
La Universidad nos puede servir de ejemplo. A ella acude gente que va a buscar un título por las ventajas que proporciona en la vida práctica, la ciencia se reduce a un programa de estudios obligatorios que se digieren sin ningún espíritu crítico, lo importante es aprobar el pensum ¿a quién le importa la inquietud sana y estimulante de la antigua aventura del saber?
Más desilusionante aún podría ser hablar de la formación de los médicos. La enseñanza de la Medicina es algo así como adiestrar en el análisis de máquinas con signos y síntomas; es acostumbrarse a ver el dolor humano en los hospitales públicos – sempiternas marionetas de situaciones políticas injustas.
Adentrarse en el estudio de la Medicina es hacerse insensible a lo largo de los años; las universidades practican la enseñanza de la medicina de una manera tan aburrida que lo que provoca es salir corriendo de los hospitales.
El hombre actual parece haber desviado su creencia en Dios hacía la ciencia. Cree que la ciencia con sus descubrimientos le dará la clave de la felicidad. Goethe lo había anunciado con desesperanza: “La humanidad será más sabia y más penetrante, pero no mejor ni más feliz ni más activa. Presiento la llegada de un tiempo en que Dios le retirará su complacencia y deberá destruirlo todo para renovar la creación”.
Un personaje de André Malraux parece servirle de eco: “Para vosotros Dios lo ha sido todo. Nosotros hemos tenido confianza en el hombre. Muerto Dios, el hombre sólo encuentra la muerte. Y ahora miramos a nuestro alrededor aterrorizados sin saber a quién confiar nuestra tremenda herencia”.
Un científico contemporáneo, el inglés Harrison, se adhiere a la general desilusión del hombre contemporáneo y escribe: “La ciencia era considerada como un bien maravilloso que nos distinguía de nuestros predecesores… la ciencia nos ha desilusionado respecto a otros sistemas de opiniones y de creencias. Actualmente la misma ciencia pasa a ser objeto de desilusión”.
Se ha olvidado la filosofía que es madre de la ciencia y por esto sucede que del enfermo interesa conocer sólo la sintomatología física, química, radiológica y anatomopatológica: hacer visible y medible lo humano para medirlo todo, clasificarlo todo… como computadoras y así dominarlo todo.
Lógicamente del hombre, como dirá más tarde Carrel, se capta sólo lo que hay en él de menos humano. El espíritu, el sentimiento, la historia viva y personal e íntima son olvidadas, arrinconadas, porque la idea es actuar como personas objetivas, ser científicos y no filósofos.