Por Lida Prypchan
Una estudiante universitaria sugiere a un canal de televisión la siguiente emisión: No se pierda esta noche el estreno de… Susy ¡la bella y despampanante chica que pereció estrangulada por su amante, quién después se suicidó reventándose la tapa de los sesos con una guillotina! ¡Véala, le gustará!
La propuesta no es impertinente ni delirante. En tres líneas condensa la filosofía del “marketing” que abraza la TV, no sólo en Venezuela sino en toda América Latina. Si ese tipo de mensajes – con semejante crudeza – llega a los telespectadores, es porque este medio de comunicación, que se rige por pautas mínimas, sabe tratar sin sutileza al público, es decir, es capaz de utilizar un lenguaje “expresivo e impactante” porque conoce su materia como el pez conoce al agua. Castígame, que me haces gozar.
Teniendo en cuenta que la TV es el medio de comunicación más exitoso y penetrante en la psiquis del espectador, resulta arduo admitir que aunque el mensaje involucre un daño deliberado al público al cual se destina, éste, por su parte, lo recibe alegremente, disfrutándolo.
¿Cómo puede siquiera concebirse que los espectadores se sientan seducidos por espectáculos tan dañinos? Y sin embargo, se sabe que no es poca la gente que no necesita ser amada sino odiada, no apreciada sino despreciada, no valorada sino humillada.
Cuando el odio, el desprecio y la humillación son técnicas más agudas y penetrantes que el amor, el aprecio y la valoración del prójimo, se deduce que la gente se reconoce con mayor fluidez en la violencia que en la paz, en el estrépito que en la calma. Por lo tanto, confirmando lo anterior, sólo hay un camino: proveer a los telespectadores el alimento que necesitan.
Además, el mensaje sádico cumple dos funciones: le recuerda al receptor su tragedia, complejo o problema y, reafirma en él la imposibilidad de que las cosas cambien. Un buen ejemplo lo tenemos en las telenovelas: ante cualquier desgracia de alguno de los personajes, un tercero dice en tono filosófico: la vida es una calamidad. La poca felicidad que uno tiene hay que pagarla con sufrimientos. Es decir, no solo la vida es una calamidad, como la ven muchos televidentes, sino que reafirman con la segunda parte de la oración, su creencia de que la poca felicidad tarde o temprano la pagarán con sufrimiento.
Humíllame, que me dignificas
No puede caracterizarse sino como binomio sadomasoquista el integrado por las heroínas y los galanes del teleteatro, y las sufridas espectadoras que encienden el aparato con un suspiro que bien podría traducirse así: “déjame ver como vuelven a demostrarme que en mi condición de mujer mi vida es una ruina, algo que no merece vivirse”.
La telenovela ratifica a la mujer su condición de objeto. Reaprende que los sufrimientos de la vida cotidiana le están reservados a ella en mayor medida que a su marido o compañero. Sabrá por enésima vez que es el macho el destinado a trepar las cumbres del pensamiento abstracto, quien “naturalmente” está más equipado para las tareas intelectuales. Las mujeres hallarán en la TV la imagen que aceptan y que la estructura de dominación pretende perpetuar.
La humillación ya no produce dolor o la vida es sólo dolor y, por lo tanto, el dolor no tiene nombre propio, como supo decir Paul Nizan hace ya cuarenta años. Si la hediondez propia es mostrada en un espejo que nos la devuelve de una manera recriminatoria, llegará un momento en el cual ya no nos avergonzará la posibilidad de ser repugnantes y que se nos señale como tal.
Cuando el humillado ha atravesado esa etapa, cuando ni siquiera puede repensar desde qué óptica opinan los otros sobre sus gustos, sus olores, significa que fue colonizado. Otro ha perpetuado la conquista y el sometido aceptará de buen grado las propuestas de su invasor, para mejorar aquello que él piensa que debe mejorar.
El emisor ha convertido su receptor en un animal doméstico y fiel. Un ejemplo típico son los espacios publicitarios en los cuales los cosméticos, olores, hedores y sudores, tienen una solución impuesta por el mercado: un poco de alcohol perfumado. Y si no lo usas, otro espacio publicitario te convencerá diciéndote: “Tan bonita y oliendo a hombre”. En el caso del hombre, lo halagará o estimulará su machismo, oyendo en un espacio publicitario a una mujer que lo abrace y le diga: “Esta es la colonia de mi hombre”.
Deterioro de la imagen humana
Una investigación exhaustiva de los programas de TV coincidió en señalar que el énfasis de la actitud sádica está, sobre todo, en el deterioro de la imagen humana, en la reiterada exhibición de degradación de la condición personal.
Los programas cómicos, por ejemplo, admiten como legítimo recurso para hacer reír al espectador la mera señalación de que alguien es inferior y/o está físicamente disminuido:
a.- A un enano le golpean la cabeza con un bastón y el consiguiente disco de risas grabadas aumenta su volumen; es un chiste.
b.- Un individuo sin dientes muestra su boca abierta ante la cámara y sonríe, como asumiendo su evidente enemistad con la belleza.
c.- Un débil mental repudiado por su padre hace un desastre tras otro en su casa. Se trata de un actor de 40 años vestido de bebé: un espectáculo triste. A cada manifestación de retraso mental del “niño”, su progenitor le aplica un mote degradante, en ese momento, el disco de risas alza su volumen; es un chiste.
d.- En una parodia del lejano oeste, un cowboy mata a otro con numerosos disparos de revólver. Ya muerto, el cadáver sigue recibiendo balazos del asesino, quien disfruta ostensiblemente con la escena. Otra vez risa enlatada: hay que reírse, es un chiste.
La estupidez, la enfermedad, la inferioridad física o mental, condiciones naturales no elegidas, son ironizadas en sí mismas. El emisor maneja las sensaciones de su receptor e indica en cada caso cuando debe reírse. Lo hace estableciendo de hecho pautas que por fuerza del tiempo y la insistencia, se convierten en normas incuestionables.