Por Lida Prypchan
No se puede comparar el almuerzo de un hombre con el de una paloma. El alimento de un hombre es más complicado que el de una paloma, ya que tiene un complicado sistema de cultivo, recolección, transporte, comercialización, entrega, conservación y preparación.
La paloma forma parte de un sector de la naturaleza que se dedica a la holganza. Basta con asomarse por una ventana para observar cómo las palomas vuelan sin preocuparse.
Mientras el hombre tiene que trabajar para comer y debe encargarse de la vigilancia de las actividades de una casa, la paloma revolotea todo el tiempo – o casi todo -, y además duerme una buena siesta por la mañana y cada vez que encuentra un lugar tibio.
Por su parte, el hombre lleva una vida bastante complicada; mientras su perro dormita, él debe circular por calles abarrotadas o estar sentado trabajando en una oficina para poder comprar su comida – también la de su perro – y mantenerse.
Sin embargo, ser parte de la humanidad también tiene sus ventajas, entre ellas se encuentran los placeres del conocimiento, de las conversaciones interpersonales y las alegrías de la imaginación.
Lo lamentable es que la cuestión de alimentarnos absorba nuestras actividades humanas en más de un 90%. Si los hombres con el progreso no se hubiesen complicado tanto la vida, y obtener alimentos no fuese tan difícil, el ser humano no tendría ninguna razón para trabajar tanto.
Llegará el momento en que seremos tan civilizados y el mundo se habrá complicado tanto que conseguir alimento será tan difícil que nos sentiremos cansados antes de empezar, es decir, en la consecución de la comida se irán nuestras ansias por el alimento.
Afortunadamente ese momento aún no llega. Lo que sucede en la actualidad es que existen muchos hombres que están obsesionados con el trabajo, con sus posesiones materiales y, teniendo con que comer, no quieren descansar hasta que logren tener una fortuna. Pero ese descanso no les llega nunca o les llega cuando ya es demasiado tarde.
Estar al lado de una persona de este tipo es lo más angustiante que uno pueda imaginar: tienen pegada a la piel la prisa, el desasosiego, la intranquilidad, sufren graves cambios de estado de ánimo, pasan de las euforias más grandes a las depresiones más negras.
Trabajan de lunes a domingo y con sus logros, edifican paulatinamente su propia tumba. En sus conductas hay otras particularidades comunes en estas personas, tales como: olvidarse de comer o comer poco, tomar tranquilizantes para lograr la estabilidad anímica que necesitan para poder “dividirse en cuatro” y atender sus innumerables ocupaciones diarias.
Suelen sufrir de dolores de cabeza intensos, pérdida de sueño, e incapacidad de disfrutar de cualquier diversión; están muy preocupados en asuntos que producen dinero y ello no deja cabida a “concentrarse en cosas de poca importancia”.
Dejan de ser niños y en muy pocos años se conviertan en ancianos, en pocas palabras, se olvidan de vivir.
Y cuando al fin logran lo que se propusieron, sienten el vacío que deja el exceso de trabajo para la conquista de una fortuna que nunca podrán llevarse a la tumba cuando mueran. Al comparar la vida de uno de estos señores con la de un pescador, se puede ver como el pescador habrá disfrutado de la belleza de la vida mil veces más que el que se dedicó a la rutina del trabajo interminable para lograr la meta de tener una cuantiosa fortuna personal.
Conseguirán lo que la sociedad llama éxito, pero se habrán privado de escuchar la brisa en el pico de una montaña o desconocen el placer de sentarse en una plaza toda una tarde, sin preocupaciones, para ver cómo los árboles se conjugan con el azul de cielo y cómo sus ramas tapan el sol. O sentarse en la orilla del mar para ver como las olas vienen y van.
Tener los ojos cerrados para las delicias del descanso es estar muerto en vida.