LA LOCURA A TRAVÉS DE LA HISTORIA

Por Lida Prypchan

Pedro El Cruel, Rey de Portugal

Pedro I, más conocido como Pedro el Cruel, era el hijo de Alfonso IV de Portugal. Pedro fue, sin lugar a dudas, el mejor ejemplo de la criminalidad psicopática: se levantó en armas contra su padre, persiguió a sus hermanos a muerte y terminó envenenando a su propia hija. Cuando su padre, Alfonso IV murió, lo sucedió en el trono.

Pedro era débil e impulsivo, tenía de su padre la altivez de los tímidos y el tartamudeo ceceante de los hipersensibles. Desde niño sufría desvanecimientos y era víctima de paroxismos de furor. Era también magnánimo, justiciero, valiente e incondicional con sus leales. En él florecieron de la misma forma la susceptibilidad, el resentimiento, la carencia de tacto y la ferocidad.

“Era corpulento de cabeza redonda, frente leal, boca ancha, gruesa y franca, y con ojos… ojos grandes y negros, pero risueños en el buen trato, ojos impulsivos y con extremada vivacidad, lo mismo en la rudeza que en la dulzura. Gestos rígidos, paso recio y habla tartamuda…  Toda su expresión era desmedida. Por su sencillez, hacía amigos fácilmente. Nada mesurado y de lealtad áspera, sólo se sentía a gusto entre personas de amplia franqueza”.

El drama comienza a vislumbrarse el mismo día de su boda. En el cortejo de su esposa, la dulce Doña Constanza de Castilla, figura una dama: Inés de Castro, de notable belleza, de la que Pedro El Cruel se prenda desde el primer momento. Inés también corresponde a las solicitudes del Príncipe. Doña Constanza, finge ignorar las relaciones de su marido con su mejor amiga. La hace madrina del hijo que va a nacer. El hijo nace y la madre muere. Desde ese mismo instante, no hay barreras ni disimulos para los enamorados. Don Pedro instala a su concubina en el Palacio de Santa Clara.

Antero Figueiredo observa: “en aquella  época feliz, el rey Pedro daba muestras, sin que nadie supiese por qué, de melancolía y su alma se ensombrecía de repente. Invadido por una tristeza salvaje, era intratable y pasaba por huraño. También, lo más insignificante le levantaba el ánimo o le perturbaba y enfurecía. Descontento y devorado por íntimas aspiraciones no expresadas, vivía en una incertidumbre, como si en su corazón cerrado chocasen sucesivos anhelos próximos a estallar”.

Los años pasan y nacen tres hijos. Don Pedro proyecta en ellos su sucesión, pero por desgracia, su padre, el rey Don Alfonso, no piensa lo mismo. Parece que los hijos de Inés y el abandono que hace Don Pedro del hijo de Constanza, el Príncipe Fernando, reactivan sus sufrimientos infantiles de cuando su padre lo postergó en su afecto por los hijos de una manceba. Por ese motivo, se levantó dos veces en armas contra él. Por ese mismo motivo, fue un obseso de la fidelidad conyugal y dictó severas medidas contra el concubinato; es el motivo por cual tampoco puede Don Alfonso, soportar que su hijo viva con una barragana.

Don Alfonso se identifica con su nieto, el huérfano y abandonado hijo de Constanza, y la imagen de sus hermanos que tanto le hicieron sufrir en su juventud. Por ello decreta la muerte de Inés. Aprovechando la ausencia de su hijo y, comandando personalmente a los verdugos, llega una tarde bruscamente al Palacio de Santa Clara. Los verdugos cayeron como fieras sobre Inés. En presencia de sus hijos, entre gritos, lamentos y maldiciones, le fue cortada la cabeza.

Don Pedro al saber la noticia se vuelve loco. Pasa alternativamente de la crisis de furor a la depresión más profunda. Los desvanecimientos de su juventud se acompañan ahora de convulsiones. Llora desolado como un niño y destroza al mismo tiempo, todo cuanto se encuentra a su paso.

Escribe Figueiredo: “Don Pedro echa espumarajos, los ojos estrábicos anuncian epilepsia, la boca fruncida escupe ira y, de la garganta contraída sale el mismo grito de súplica, cólera, lástima y pasión… Arde su cerebro. El menor ruido es para sus oídos aguda puñalada que le atraviesa la cabeza de lado a lado”.

El remordimiento de haber abandonado a Inés a merced de sus enemigos lo atormenta y, ésta idea brilla en un desequilibrio monstruoso que lo señalará en la historia. “… La fiebre que tuvo el infante a las puertas de la locura y la muerte, le afectó para siempre el cerebro ya tarado que tenía…”

Seguido de sus incondicionales, le declara la guerra a su padre. Las hordas de Don Pedro siembran el terror por donde pasan. Desde Coímbra a Oporto, los árboles se inclinan bajo el peso de los ahorcados. El furor epiléptico no tarda en agotarse. El príncipe cayó en un estado de indiferencia extraña. Padre e hijo se reconcilian. Don Alfonso le concede la alta y baja jurisdicción del reino, para demostrarle su confianza y afecto. El pueblo, sin embargo, se santigua cuando ve a aquel príncipe pasar a galope por sus calles en busca de una imaginaria presa de caza.

Remata a los animales con sus propias manos, provocándose un extraño fulgor en la mirada cuando sus manos se tiñen de sangre. Con el mismo rigor, persigue a cuantos faltan a la ley. Lleva siempre un látigo con el que flagela a los culpables. Asiste a las torturas de los reos y más de una vez sustituye al verdugo. Se muestra inflexible y rígido en la aplicación de la justicia.

A la mujer de un comerciante sorprendido en adulterio, la hace quemar viva en la plaza pública y, al marido lo condena a que corra con los gastos de la ejecución. Hace justicia en la Plaza Mayor, vestido totalmente de negro y rodeado de perros gigantescos. Sus penas son tremendas y varían según el ánimo.

Al sentir que su fin se acerca, el rey Don Alfonso aconseja a los que tuvieron algo que ver con la muerte de Inés, que pongan tierra de por medio entre ellos y su hijo. Tan pronto murió Don Alfonso, Don Pedro da la orden de arrestar a todos los victimarios de Inés. Dos de los asesinos son torturados hasta lo increíble. Finalmente el rey les hace arrancar los corazones todavía vivos y los devora ante el espanto del pueblo que contempla aterrado aquella escena.

Desentierra el cadáver de Inés, lo sienta en el trono y, obliga a toda la realeza a que le rinda homenaje besándole la mano. Su paroxismo de furor y desesperación se alternan con los de alegría patológica. Organiza grandes festines populares donde baila incansablemente hasta caer rendido.

Diez años reinó Don Pedro. A los 47 años dejó este mundo, el fiel amante de Inés de Castro, quien no pudiendo reinar en vida, reinó después de morir. Algunos autores consideran como demente a Pedro el Cruel de Portugal, en tanto que otros le tienen por justiciero y amante del pueblo.

Pedro el Cruel, en opinión de los psiquiatras, es un enfermo mental severo;  muy probablemente esquizofrénico, o en el menor de los casos, psicópata paranoide sanguinario. Su violencia y sus desmayos, les hacen pensar en la participación de un gen epiléptico.