Por Lida Prypchan
El Carabobeño, Domingo 28 de Octubre de 1984
A las ocho de la noche Leonardo dejó de escribir. Buscó una hoja en blanco y tomando la pluma escribió: Fin. Antes de enviar la novela a la editorial la leyó en su totalidad y observó que no tenía un final alegre; tampoco tenía uno triste, simplemente no tenía final.
En ella había tratado de describirse, de describir su realidad o quizás su irrealidad, su manera de pensar, sus creencias… pero no podía escribir sobre la trama final porque se sentía insincero.
En sus últimas páginas unía unas parejas, desunía otras, asesinaba a dos personajes, internaba en un manicomio a otro… pero esto no significaba que era el fin de sus vidas. En ese momento tropezó con una verdad: la vida es infinita.
Todo sigue su rumbo. Sin embargo ni la muerte separa a las personas, porque sucede a menudo que sufrimos por la sombra de un ser muerto, podemos incluso llegar a sentirlo cerca de nosotros, tan cerca que conversamos con esa sombra que nos persigue; además – pensaba Leonardo – las circunstancias pueden dar vuelcos inusitados, y hacernos cambiar el rumbo de la vida.
El destino es tan confuso, el futuro impredecible, la vida tan contradictoria: hoy tenemos un amigo y mañana puede ser nuestro enemigo, hoy despreciamos a un ser y mañana lo necesitamos.
Este hecho tan aparentemente insignificante lo hizo investigar e inquietarse. Presentía que muchas puertas se abrirían al profundizar en el infinito. Por supuesto, no falto quien le recomendara leer las obras de Franz Kafka, el escritor que mejor ha tratado el infinito de las cosas, el infinito de los absurdos del hombre.
Los mensajes de Kafka nunca terminan, igual que la vida. El héroe, o mejor dicho el antihéroe de sus novelas era K, un personaje rebelde, desorientado, que no sabía lo que quería, que caminaba por mil caminos a la vez. K es el opuesto a Don Quijote.
Kafka no ha terminado de hablarle a nuestro siglo. Cuando murió lo empezamos a conocer y a la medida que pasa el tiempo nos interesamos más en él. En su obra El Proceso escribe sobre la eterna culpa que recae sobre el hombre. Somos culpables. A K lo van a buscar unos hombres para informarle que tiene un proceso judicial pendiente y éste desconoce la razón y debe subir miles de escaleras y entrevistarse con su abogado sin llegar a saber nunca de qué lo acusan.
A esta obra de Kafka – El Proceso – lo llamo el libro del pasado porque si nos tildan de culpables es por la responsabilidad de un hecho pasado.
Otra de sus obras – quizás la más importante – es El Castillo. En ella Kafka plantea muchas situaciones girando alrededor de una sola metáfora: la imposibilidad de llegar al castillo.
Se debate entre la mediocridad y la superación, entre el sentido y el sinsentido de la vida, anda buscando respuestas a sus preguntas y no se percata que no hay distancia entre éstas y, por ende, pierde su tiempo. Con El Castillo Kafka define lo absurdo de vivir, lo absurdo de la burocracia, lo absurdo de la forma en que los seres humanos se comunican sin llegar a entenderse. El personaje nunca llega al castillo, así como todos morimos sin resolver nuestras dudas.
Lo grande de Kafka, literariamente, fue la manera en que produjo estas ideas, él pudo darse el lujo de escribir trescientas páginas alrededor de una sola metáfora.
Sobre él y su obra se han hecho muchas interpretaciones. Por cierto, interpretaciones infinitas.
Así pues, Leonardo no entregó su novela a la editorial, se quedó con ella y la amplió y la escribió hasta su último día de vida dejándole una nota a su esposa que decía: por favor, lleva esto a la editorial. La obra se llamaba: Sin Final.