Por Lida Prypchan
Como cada año, previamente al comienzo de clases, en la Cátedra de Salud Mental se distribuyeron los temas a exponer, excepto uno: el tema de la locura y su comparación con la llamada “normalidad”.
En una reunión en la cual se medían las aptitudes para poder brindar una clase excelente y sobretodo original, fue electo el doctor Klaus, un sesentón excéntrico con cara de loco y de profesión psiquiatra. Necesito agregar que alrededor de todo este asunto había gran expectativa ya que al profesor se le daba toda libertad de decir lo que pensara aunque fuese una verdadera locura.
El día pautado para el tema, entró al auditorio el doctor Klaus, con pasos lentos y semblante preocupado y explicó:
Me preocupa que me hayan elegido para dar esta clase porque pienso que lo hicieron por considerarme muy extravagante para ser cuerdo o normal. Y me preocupo no por lo que piensen de mí, sino por el errado concepto que deben tener los profesores, y quizás muchos de los alumnos, sobre la locura.
Empezaré dando una definición convencional sobre la salud mental o la normalidad en un ser humano. Normal es aquel que se ajusta a ciertas normas sociales fijadas de antemano. Las definiciones de la salud mental propuestas por los expertos, por lo general, arriban a la noción de conformismo.
Conformismo, sociológicamente definido, es la actitud individual que corresponde al máximo grado de adaptación social y constituye su forma más corriente. Es contrario a rebeldía. También es cierto que entre el esfuerzo y las ideas del rebelde y las del conformista hay un gran trecho. Hay dos tipos de conformistas: los que tienen ideas propias y los que carecen de ellas.
El que las posee y lucha una vez, y es derrotado en su intento, carece de la voluntad requerida para luchar de nuevo y termina conformándose: ese es el primer tipo de conformista. El segundo no tiene ideas para llevar adelante rebeliones, y aunque tuviese la voluntad necesaria para la lucha, de nada le serviría. Él simplemente acepta lo establecido porque desconoce la posibilidad de proponer alternativas, que hasta podrían ser mejores.
Mientras tanto, ser rebelde significa luchar por establecer un criterio que alguien, un indócil, piensa que podría ser mejor, más justo, más equitativo, más acertado.
Hay dos tipos de rebeldes: los verborreicos y los silenciosos. Un ejemplo del primero, es el líder político que surge de la nada por sus ideas reformadoras expresadas en forma de promesas. Un ejemplo de los rebeldes silenciosos son algunas mujeres casadas que tienen la virtud de aparentar que aceptan lo que se les dice y en realidad hacen lo que les parece.
El conformista no nace, lo hacen. A partir del nacimiento las personas “conformes” son criadas en la corriente de ir progresivamente admitiendo, registrando y luego actuando sobre las cosas que sus padres pensaron, sintieron y posteriormente le enseñaron como “correctas”. Junto con esto, se aprende el rol social, “instrumental masculino” o “expresivo femenino”.
Si todo se desarrolla bien en la familia y en la escuela, el individuo llega al punto de la crisis de identidad de la adolescencia en la que hace un balance de todo lo que lo ha condicionado hasta ese momento, de todo aquello con que ha sido atiborrado. Luego él mismo se proyecta un futuro “independiente”, pero, necesariamente lo reduce a lo convencionalmente aceptado.
A partir de allí, vive cuarenta o cincuenta años en ese mismo estado de conformidad, aunque por un proceso de acrecentamiento se convierte en más “experimentado”, más “prudente”, dice que sabe lo que “es mejor” para él y para la mayoría de las personas. Vive de este modo en la aprobación social y luego muere. Es conocido, poco recordado y rápidamente olvidado. Esta es la fastidiosa vida de los socialmente considerados “mentalmente sanos”.
Para decirlo de otra manera: desde la matriz, pasamos al nacer al casillero de la familia, desde la cual avanzamos al casillero de la escuela, después de casi doce años en ella, estamos tan habituados al encasillamiento, que en adelante por falta de imaginación, continuamos esta cómica situación erigiendo nuestro propio casillero, hasta que finalmente nos introducen en el ataúd.
Al rebelde, al que llaman loco por sus ideas, a ese lo encierran porque dice demasiadas verdades, la cuales a nadie le conviene oír, y lo encierran también porque sienten envidia de verlo tan inteligente y fuera de lo común, porque yo les digo algo: ningún hombre conforme ha inventado algo, ha revolucionado algo.
Gracias.