El Nacional, 26 de Agosto de 1984
Hasta que tuvo treinta y dos años pudo percibir que durante toda su vida había sido un presidiario. Desde las experiencias más tiernas y nobles, hasta las más crueles e injustas, estuvo considerando para llegar a esta conclusión. Y era para él una conclusión seria e importante, quizás la más importante de su vida, porque a partir de ese momento su manera de pensar cambiaría.
No era pesimismo. Tampoco era una “cruda realidad”. Era simplemente un hecho que sucedía dentro de él, que lo aceptaba como tal, y al que podría sin ningún trauma, adaptar su vida de acuerdo a la enseñanza que le había proporcionado esta conclusión.
Decía que no era ni pesimismo ni cruda realidad porque ésas eran simples expresiones que todos repetían y que aquello que para otros era la realidad, para él era ficción. Esas palabras no eran más que formulismos que circunscribían la aventura de vivir a situaciones estereotipadas, incapaces de expresar la realidad de una persona. Por eso su realidad era indescriptible y hasta incomprensible para los demás, y a veces hasta para él mismo.
Él no creía en el libre albedrío. Uno hacía y pensaba según la sociedad, la familia y lo que otras tantas instituciones pautaban. La libertad era muy relativa. Demasiados mecanismos lo atan a uno para formar parte del montón, y si deseas salirte de la raya…¡cataplum!… te cae encima la censura, los dedos índices te señalan, y pasas a tener mala reputación, a aguantarte los sermones conservadores, las malas caras, ¡dígame los suspiros de tristeza de los seres queridos que supuestamente “lo comprenden a uno”! Todo ello se erige en la cárcel de los muy sinceros, en fin… es lo que hay…
Él siempre fue un bicho raro, ciertamente no por su aspecto. Era la cantidad de comportamientos que lo describían y que lo diferenciaban de los demás. Y que él bien sabía, porque había estudiado Psicología y sabía que para el ser humano es muy importante sentirse aprobado, sentirse apoyado, sentirse importante, sentirse amado.
Nadie sentía esto por él y era quizás su mayor orgullo. También allí estaba preso. Era preso de su orgullo, de la confianza en sí mismo. A veces caía en estados de ensimismamiento y con orgullo acariciaba su gran conclusión.
Se decía:
“Primero, fui preso de mi incapacidad de manejarme yo mismo y de mi ignorancia. Mis padres, de buena voluntad, me socorrieron, me enseñaron para hacer de mí un presidiario de por vida – quizás hasta sin ellos quererlo – de sus decisiones y opiniones, en fin, de su mentalidad.
Luego en el colegio, me hicieron preso de una persona extraña a quien me hacían llamar maestra, y la pobre también era mi presidiaria, ya que buena parte de su paciencia y sus estados de ánimo estaban en mis manos.
A veces la fastidiaba en exceso, probablemente era para que se diera cuenta de que ambos estábamos presos, y para que desistiera de la idea de convertirme en un niño educado, porque yo era preso de mi rebeldía y de mi desgano por aprender. Si me molestaba mucho y seguía insistiendo, empezaba a llorar, para dejarle bien claro, que ella era una presidiaria de mi llanto y de su compasión.
Cuando besé por primera vez, me convertí en un preso de los besos. Cuando hice mi primer derroche de sexualidad – por cierto sin amor – me encerré para siempre en los garrotes del placer. Y cuando lo hice con amor, me entregué yo solito a la preciosa cárcel del amor, en la que me encierro para ser feliz y compartir bellos momentos.
Y luego conocí la amistad y me hice preso de mi amigo, ese alguien especial, con quien contaba incondicionalmente.
Después empecé a trabajar, y vi como mis horas pasaban lentamente en manos del deber, en manos de lo correcto para los demás e incorrecto para mí. Y así, me hice preso de mi silencio, de lo que no se me permitía expresar sin formar un berrinche, de mis secretos; también de mis opiniones, distintas a las de los otros.
Luego me casé, y mis hijos se adueñaron de mi cárcel, y puedo jurar que al educarlos he tratado de no atarlos a mí, de dejarlos decidir de qué serán presos. Por lo menos, puedo jactarme de no haberlos obligado a seguir al gigante del deber. Me gusta que conserven su espontaneidad de niños auténticos. Y ahora, soy su presidiario: mi vida y mis decisiones dependen de ellos. Esto tiene, analizándolo fríamente, sus ventajas y sus desventajas.
Las ventajas: me han dado grandes felicidades, me han enseñado a ser tierno de nuevo, me han enseñado cambiar mi crítica a mis padres, ahora más bien los comprendo; me han enseñado verdaderamente lo que es el deber, me han dado una lección de amor.
Las desventajas, son más de lo mismo: me han quitado la poca libertad que antes tenía, me han impedido estudiar de nuevo, me han atado a mi esposa justo en el momento que noté que vivimos como hermanitos, en el momento en que al mirarnos lo que sentíamos era cansancio… en fin… todo tiene sus pro y sus contra. Lo único que sé, es que esté triste o alegre, soy preso de mí mismo y lo mejor de todo es que soy un preso sin cárcel”.