Por Lida Prypchan
He venido – le dijo una señora de treinta y tantos años a un psiquiatra que visitaba por primera vez – para desahogarme, para poder hablar con libertad. Parece absurdo que teniendo esposo, hijos, y supuestamente amigos leales, uno no sienta la confianza de contar lo que le pasa.
En mi casa, desde hace mucho tiempo, tanto mi relación con mi esposo, como la que tengo con mis hijos, es glacial, es pétrea e indiferente. Consiste, en aparentar una felicidad, una carencia de conflictos que raya en lo patológico, y una armonía que resulta irrisoria para ser real.
Mi esposo, es un vanidoso que se pasa todo el bendito día embaucando con apariencias a quienes con él trabajan. Vive para la gloria y para el dinero, y de resto no le importa más nada. Me casé para salir de la casa de mis padres, que se dieron a la tarea de quitarme del camino todo lo que me gustaba. Y ahora, me encuentro aparentando una armonía hogareña que no existe.
Sí, todo se funda en el respeto al padre y a la madre. Pero yo lo noto ficticio. Además la sociedad y mi esposo me exigen, ya que yo crío a los niños, que les inculque una serie de principios que no comparto. Por ejemplo, el principio del matrimonio y la procreación.
No quiero criar a mis hijas con la idea de que su único objetivo en esta vida es traer hijos al mundo. Ni tampoco, que hay que casarse obligatoriamente. Eso es algo, que debería mostrar como una de las posibilidades de elección de la vida adulta. Pero empezar a hacer lavados de cerebros, desde que son tan niños, lo veo inhumano.
Para que se termine el machismo, el hembrismo y el feminismo, los padres deberían cultivar en sus hijos la capacidad de tener iniciativa, la contemplación de las cosas, la individualidad, la moral que ellos mismos consideren justa, y no una moral absurda que aplaste cualquier intento de individualidad y los obligue a experimentar su soledad, para que en un futuro, no cometan la tontería de dejarse llevar por esa premisa que dice, que hay que tener hijos para no morir solo.
En la vida uno está solo aunque tenga diez hijos. Pero se siente amargura cuando de viejo, uno llega a la conclusión de que no ha hecho lo que ha querido, que se dejó llevar por preceptos sociales encasillantes y frustrantes para la propia ideología.
Hay que inculcar más bien, que si un día llegan a amar a alguien y desean tener hijos, lo realicen. Y al tener una familia, traten de mantener la comunicación amplia que necesitan los niños. En resumen, hay que crear en los niños y luego en los jóvenes el criterio, un criterio personal y no uniformarlos.
¿Ahora me comprende? Es por eso que he venido: por estar deprimida, ya que no tengo apoyo de mi esposo para educar como se deben educar a los niños para poder llevar adelante una familia auténtica y abierta, que prefiera afrontar los conflictos, y no aparentar una felicidad inexistente.
No quisiera continuar el pacto suicida secreto que acuerda la unidad familiar burguesa, que gusta llamarse a sí misma “familia feliz”. Esa es una familia que reza unida y permanece unida en la enfermedad, hasta que la muerte los separa y los entrega a la lúgubre tersura de sus tumbas, y se dedican tenazmente unos a otros el recuerdo que deben olvidarse – también unos a otros – enseguida.
¿Por qué no caer en la suave trampa, es decir, la hipótesis que la familia hace de sí misma, e investigar luego, sobre las diversas maneras en que la estructura interna de la familia, impide el encuentro entre sus miembros? El poder de esta “familia feliz”, aparentemente reside en su función mediadora.
En toda sociedad explotadora, la familia refuerza el poder real de la clase dominante, proporcionando un esquema paradigmático fácilmente controlable por todas las instituciones sociales. Así es como encontramos repetida la forma de la familia, en las estructuras sociales de la fábrica, la escuela, la universidad, los partidos políticos y el aparato del estado.
Hay siempre padres, madres, hermanos, hermanas y abuelos fallecidos, que dominan en la sombra. Según Freud, cada uno de los seres humanos, transferimos fragmentos de la experiencia vivida de su familia originaria, a cada uno de los miembros de su familia de procreación.
¿Por qué, pues, hay que cometer de nuevo los mismos errores si ya los conocemos?
Ahora me despido, mi querido desconocido, quien ha tenido la gentileza de oírme como ningún miembro de mi familia me quiere oír.